El aire del bosque olía a tierra húmeda y libertad. Alcira corría entre ramas y raíces, sus pies descalzos arañados, su vestido destrozado hasta parecer un harapo. La magia que había usado para abrir la puerta aún le temblaba en las venas, como una chispa que se negaba a apagarse. No entendía qué había pasado, solo sabía que no podía quedarse ahí. Ni un segundo más. Llevaba dos días sin comer, apenas había dormido, pero algo más fuerte que el hambre o el miedo la impulsaba: la certeza de que si no escapaba, no volvería a ver la luz del sol. La encontró una carreta desvencijada, guiada por un anciano que llevaba sacos de trigo. Apenas pudo hablar, le pidió agua, le dijo que venía huyendo de hombres peligrosos. No preguntó más. Alcira sabía que, en ciertas regiones, el silencio era la única forma de bondad. El viaje duró horas. Dormitó entre los sacos, y cuando abrió los ojos, ya no había bosque. Solo campos abiertos, colinas suaves, y al f
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