Pasaron los días, y Gabriele empezaba a sentirse más tranquilo. Hoy se encontraba en el apartamento de Luciano. Había momentos en los que no hacía falta música de fondo, frases memorables o fuegos artificiales. Esos momentos en los que simplemente existías, y por eso mismo, decían todo sin decir nada.
Esa noche, Gabriele y Luciano estaban sentados en el sofá, como si el mundo se hubiera reducido a esas dos copas de vino y a la película que ninguno realmente veía. La ciudad seguía allá afuera, con sus luces, ruidos y caos habituales. Pero dentro del apartamento, parecía que el tiempo se había detenido o, al menos, que había desacelerado lo suficiente como para disfrutar de un momento genuino.
Gabriele tenía los pies descalzos, cubiertos por la manta, y apoyaba la cabeza en el hombro de Luciano. Su mano izquierda jugaba distraídamente con el suéter que él llevaba puesto, como si necesitara confirmar, una y otra vez, que Luciano estaba ahí. Que era real.
—¿Sabes qué se siente raro? —Preg