Solo habían pasado unos días desde que Gabriele había vuelto, pero sentía como si el tiempo, de repente, hubiera empezado a tener sentido. Luciano lo llenaba de detalles, de momentos pensados con tanto cuidado, como si tratara de reparar cada uno de los días que había perdido. Fueron al cine, a cenar, a exposiciones de arte donde las luces suaves y los cuadros enormes parecían hablarle directamente al corazón. Luciano no escatimaba en nada: le regaló un coche, sí, pero más que eso, le regalaba su presencia. Una compañía cálida y llena de amor que Gabriele había echado mucho de menos.
Una noche, después de salir de una galería en el SoHo de Nueva York, caminaban juntos por las aceras brillantes después de la lluvia. El frío se colaba entre los edificios, pero Gabriele sentía que su corazón ardía de calor.
—Quiero abrir mi propio estudio —dijo de repente, mirando las luces del semáforo reflejadas en un charco.
Luciano lo miró en silencio por unos segundos. Luego se detuvo y le tomó la