Volver a casa después de Amalfi fue como despertar lentamente de un sueño cálido. El mar había sido un paréntesis azul en medio del caos. Pero las vacaciones no borran el pasado; solo le dan un descanso. Una tregua que, como todas las cosas hermosas, termina demasiado pronto. Gabriele bajó del coche con las gafas de sol puestas, aunque en Milán el cielo estaba encapotado, como si pidiera disculpas por no saber brillar. Sostenía la maleta en una mano y la otra la tenía unida a la de Luciano, apretándola con firmeza. Caminaron así, sin soltarse, sin esconderse. Y eso, para él, fue más revolucionario que cualquier sentencia. En casa, su madre lo abrazó con una calidez única, como si quisiera protegerlo de lo que aún no podía decir. Su padre le dio una palmada en el hombro, como hacen los hombres que sienten mucho y dicen poco. Amalia preparó té; para ella, el té era una forma de consolar sin hacer preguntas incómodas.
Esa tarde, Gabriele fue solo al taller. El aire olía igual que siempr