Cuando alguien miente, otro miente mejor.
Leandro Sanz acababa de llegar al edificio donde podía destruir a cualquier persona con una sola nota.
Sin saludar a nadie, subió directo al sexto piso, donde su oficina lo esperaba con una vista privilegiada del centro financiero. Mientras caminaba hacia su oficina, con el teléfono en mano y la vista fija en la pantalla, Leandro Sanz se deleitaba con el caos que su artículo había generado.
Cada notificación nueva, cada comentario incendiario, era un golpe de adrenalina. Las redes sociales ardían como una pira encendida, los clics se multiplicaban sin freno y su nombre reaparecía en los grupos de discusión más selectos del medio. Por primera vez en meses, sentía que su reputación resurgía de las cenizas, que volvía a codearse con los grandes tiburones del periodismo. Su ego se inflaba con cada scroll, convencido de que estaba nuevamente en la cima del juego.
Apenas giró la perilla de su puerta, una sensación gélida se le instaló en la nuca y le recorrió la columna como un presagio.
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