En otro punto de la ciudad, en su penthouse, Sebastián Moretti no despertaba con la misma serenidad.
El estruendo del cristal al romperse fue el primer sonido que llenó la sala. Un jarrón carísimo, obsequio de una firma japonesa, yacía ahora hecho trizas sobre el mármol. A su lado, un portavasos de plata, doblado como una lata de refresco, reflejaba la violencia contenida de su dueño.
El eco de ese estallido rebotó por las paredes, tan cortante como el silencio que lo siguió.
—¡¿Qué demonios es esto?! —rugió Sebastián, arrojando la tablet contra el suelo con un golpe seco, mientras su rostro se transformaba en una máscara de rabia siendo contenida apenas por un hilo, con las venas marcadas en su cuello y las manos temblorosas por la impotencia que lo desbordaba.
El titular lo había noqueado desde la primera línea.
No era