Cuando llegamos a casa después de esa noche en la que le pedí matrimonio a Ludovica, todo fue un torbellino. Una mezcla desbordante de emociones, risas, abrazos, lágrimas y una alegría tan intensa que parecía capaz de empaparlo todo, incluso los rincones más oscuros de las preocupaciones que aún me acompañaban.
La locura de las mujeres de la casa fue total. Teresa, como si hubiera estado esperando este momento durante años, no dejaba de besarme y abrazarme. Me rodeó con sus brazos como si quisiera volver a meterme dentro del capullo familiar que ella misma había tejido para todos. —¡Por fin te pones serio!— exclamaba entre risas y lágrimas, con esa voz cálida y firme de madre italiana que puede consolarte o regañarte con el mismo tono. Cada tanto, entre palabra y palabra, me propinaba un pequeño tirón de orejas, uno de esos que duelen más por el simbolismo que por la fuerza, repitiendo que no me atreviera a hacer sufrir a Ludovica.
—Eres un buen hombre, pero a veces te falta usar el