No había pasado mucho tiempo desde el beso, y yo aún sentía los labios ardiendo. Me había apartado con la torpeza de quien intenta negar lo innegable, con el corazón, latiéndome en los oídos, cuando escuché el chirrido suave de ruedas acercándose por el pasillo.
La mujer regresó, empujando un gran exhibidor lleno de ropa colgada. Eran decenas de prendas perfectamente organizadas por color y tipo. Trajes, vestidos, blusas vaporosas de seda, pantalones ajustados. Y en sus manos, además, traía varias cajas apiladas, con etiquetas doradas, y un conjunto de pequeñas bolsas de tela satinada que no presagiaban nada inocente.
—Muy bien, querida —dijo con una sonrisa que era entre profesional y condescendiente—. Empecemos con esto. Aquí tienes algo de ropa interior y algunos vestidos para comenzar.
Me tendió las bolsitas con delicadeza, y al abrir la primera, sentí que la cara se me encendía como una hoguera. Encaje blanco, rojo, negro… piezas diminutas que apenas parecían cubrir algo. Tragué s