No eran amigos. Ni siquiera eran buenos compañeros de piso. Aun así, Silas estaba inquieto. Vida no se había despertado, no había salido a trabajar, y ya era mediodía. Algo dentro de él, que nunca se había activado por nadie más, lo empujó a moverse. Preparó dos sopas instantáneas —el gesto más íntimo que conocía—, dejó una en su propia mesa y se armó de valor para tocar la puerta de su compañera.
Ella abrió con el ceño fruncido, desconcertada. No entendía qué hacía él ahí, golpeando su puerta. Jamás lo había hecho.
Vida acababa de salir de la ducha, aun con el cabello húmedo y las medias sin ajustar del todo. Había llegado al amanecer, mientras Silas, dormía profundamente. Había dormido como una piedra durante toda la mañana. Solo hacía un rato se había puesto en pie.
—¿Qué sucedió? —preguntó, alzando las cejas.
Silas la miró, sosteniendo la sopa entre las manos, dudando. Había sentido tanto valor mientras caminaba hacia su habitación, pero ahora, frente a ella, todas las palabras se