Habían pasado dos años desde aquel gran desastre que cobró la vida de Isolde.
El mundo no volvió a ser el mismo, pero aprendió a respirar de nuevo.
Las ruinas se convirtieron en memoria, y la memoria, con el tiempo, en enseñanza.
La nieve seguía cayendo sobre Islandia, aunque ya no hería.
Era suave, blanca, limpia; caía sobre los tejados y los árboles como si los acariciara.
El viento, que antes traía el sonido del caos, ahora susurraba nombres en voz baja, nombres de los que se fueron, de los que volvieron, de los que aún luchaban por perdonar.
Vida y Milah habían regresado al hospital en Akureyri después de muchos meses de silencio.
El camino estaba cubierto de hielo, pero había luz en el horizonte.
A medida que se acercaban, la fachada gris del edificio fue apareciendo entre la niebla, y cuando cruzaron las puertas, se detuvieron sin poder creerlo: todo estaba igual.
Las lámparas seguían encendidas a la misma hora, los expedientes se encontraban organizados por orden alfabéti