La certeza de que Wilson respiraba, de que su corazón latía en algún lugar frío y oscuro, transformó la quietud de mi prisión en la calma tensa que precede a la tormenta. Ya no era una actriz interpretando un papel; era un soldado en vísperas de una misión suicida. Cada sonrisa forzada a Marko, cada conversación banal, era un movimiento táctico más en el tablero invisible que Tomás y yo compartíamos.
Nuestras interacciones, siempre bajo la lupa omnipresente de Marko o sus guardias, se volvieron un ballet de significados ocultos. Un cruce de miradas un segundo más largo de lo necesario durante la cena, mientras Tomás presentaba un informe. El modo en que sus dedos tamborileaban una secuencia específica—tres golpes, una pausa, dos—sobre la mesa, un código rítmico que mi mente, afilada por el instinto de supervivencia, descifraba al instante. 3-1-2. Una coordenada.
Más tarde, a solas, recurrí al libro de aves, mi diccionario encubierto. La página 312 hablaba del chingolo, un pájaro que "