La calma era una mentira demasiado perfecta. Yo la había construido ladrillo a ladrillo, con sonrisas medidas y palabras cuidadosamente dosificadas, pero Marko Luksyc no había sobrevivido tanto tiempo en las sombras creyendo en los milagros de la domesticación. Su paranoia, ese sexto sentido que olía la sangre antes de que se derramara, comenzó a agitarse.
El cambio fue sutil, como todo lo que hacía. Una mirada que se posaba en mí un segundo más de lo necesario durante la cena, no con deseo, sino con la frialdad de un joyero evaluando una piedra preciosa de la que sospecha una falla interna. Una pregunta casual, lanzada al aire mientras leía el periódico financiero en la pantalla.
"¿Duermes bien, Alma?" preguntó, sin alzar la vista.
"Como un tronco, gracias a la paz de este lugar," respondí, con la serenidad de un lago artificial. Mi pulso, sin embargo, aceleró su ritmo bajo la manga de mi vestido.
Él asintió, pero su silencio fue elocuente. Mi respuesta había sido demasiado rápida, d