El zumbido de la bomba de alimentación se convirtió en el latido de mi nuevo mundo. Un sonido constante, mecánico, que marcaba el paso de las horas en la eternidad gris de mi celda. Ya no existían el día y la noche; existía el tiempo en que la máquina zumbaba y el tiempo en que callaba. Doce horas de sumisión líquida, doce horas de vacío.
Mi cuerpo, traicionero, comenzó a responder. La debilidad extrema dio paso a una simple debilidad. La niebla mental se disipó lo suficiente para que la conciencia de mi situación se clavara en mi mente con una claridad brutal y despiadada. Ya no podía escapar al horror refugiándome en el agotamiento. Ahora estaba lo suficientemente alerta para sentirlo todo: la presión del tubo en mi garganta, el picor del esparadrapo en mi mejilla, el peso frío del líquido en mi estómago.
Y la llegada de la enfermera Elara.
Ella era un ritual matutino, tan puntual como el amanecer que yo no podía ver. La puerta se abría a la misma hora, con el mismo chirrido de gozn