La calma que siguió a la reunión fue la más inquietante que había experimentado. Era el silencio cargado de la naturaleza antes de un huracán, un aire pesado y estático que prometía devastación. Cada hora que pasaba sin que Roxana diera la señal de "preparados" era un alivio y una tortura. La tregua con Tomás se mantenía, un armisticio incómodo pero necesario. Compartíamos el espacio, a veces incluso una comida, con la conversación girando en torno a logística, protocolos, cualquier cosa que no fuera el doloroso nudo de mentiras y atracción que nos unía.
Fue en medio de esta paz tensa que mi terminal seguro, el dispositivo que era mi cordón umbilical con el Servicio, emitió una alerta distinta. No era el pitido seco de un informe ni la vibración sorda de una actualización. Era un tono bajo, continuo, que indicaba una transmisión de audio en tiempo real con prioridad máxima.
Roxana, que estaba revisando unos planos en la mesa, alzó la cabeza de inmediato. Tomás, que llenaba una botella