Las siguientes doce horas fueron un ejercicio de tortura psicológica. Cada minuto era un eco de la voz de Marko describiendo mi celda de lujo. Cama ortopédica. Insonorización. Las palabras resonaban en mi cabeza, una letanía siniestra que convertía cada sombra familiar de R-7 en una premonición de encierro. Roxana había partido para coordinar el equipo de extracción espejo, dejándonos a Tomás y a mí en el epicentro de la calma artificial.
La tregua entre nosotros se había solidificado, forjada en el fuego de la amenaza compartida. Ya no éramos dos entidades separadas navegando una misión; éramos dos supervivientes atados a la misma balsa en medio de un mar embravecido. La atracción, la decepción, la rabia… todo se había comprimido en una necesidad primordial de mantenernos a flote el uno al otro.
Pasamos la mañana revisando los planes por enésima vez. Los planos del estacionamiento estaban grabados a fuego en mi memoria. Sabía la ubicación exacta de cada columna, cada cámara ciega, ca