El silencio en la celda pesaba como losa sobre el pecho. R-07. Mi nuevo nombre. Un número que reemplazaba a Alma Balmaceda. Cada músculo me gritaba, recordándome el barro, las alambradas, el muro de cuerda. No había sido la más fuerte, pero sí la más terca. No me doy por vencida. Esa frase me mantuvo en pie, dirigida a mi padre, a los Luksyc, a todos los que subestimaron mi obstinación.
Pero en la quietud, otras voces resonaban. La del perfilador, sus preguntas como cuchillos. "¿Confía en Tomás Varela?" Al pronunciar su nombre, una imagen fugaz: la bodega oscura, su cuerpo contra el mío, su boca buscando refugio en la mía. Ahora sabía que era otra capa de su mentira. Mi piel, traicionera, aún recordaba la electricidad de su tacto. Mi estómago se contraía con un eco de aquel deseo, un hábito neuronal que la decepción y la rabia aún no habían logrado erradicar por completo. Lo deseaba y lo repudiaba en el mismo latido del corazón, una contradicción desgarradora que me dejaba sintiéndome