La imagen de Wilson inmóvil sobre esa manta gris se había incrustado detrás de mis párpados. Cada vez que cerraba los ojos, la veía. Quince segundos de un bucle infinito que se desarrollaba en la pantalla de mi mente, un tormento perfectamente dosificado. Me desperté sobresaltada en el sofá de R-7, el sabor del pánico aún seco en la garganta. El té de Claudia, ahora frío, seguía en la mesa. No podía recordar haberme dormido.
El dosier "Hilo Rojo" estaba abierto frente a mí, las páginas llenas de mis anotaciones. Había pasado horas trazando conexiones entre la Fundación Kvarner y los retiros de medicamentos, pero la fatiga y la angustia nublaban mi concentración. Cada número, cada nombre, se mezclaba con el recuerdo de la respiración lenta de Wilson. Era como intentar resolver un rompecabezas con una sirena de bomba sonando en la habitación.
Roxana llegó al amanecer, su llegada anunciada solo por el suave clic de la cerradura. Traía consigo el aire frío de la madrugada y una tableta co