La pantalla negra de la laptop me devuelve la cara como si fuera una ficha clínica mal iluminada. Felicia apoya una mano en el borde del teclado para estabilizar la mesa plegable; Andrea revisa por tercera vez la carpeta compartida con los anexos. Yo respiro por la nariz, cuatro adentro, cuatro en pausa, seis afuera. El ritual de siempre, pero ahora con el peso administrativo de un disparo.
—Último repaso —dice Felicia—. Hechos, fechas, documentos adjuntos. Nada de adjetivos. “Acciones penales contra quienes resulten responsables”.
—¿Lista? —pregunta.
—Lista —digo, aunque el cuerpo pide una pausa más larga. No se la doy.
Entramos a la plataforma. Campo uno: identificación de la denunciante. Campo dos: hechos. Campo tres: lugar. Campo cuatro: víctimas y potenciales responsables. Felicia dicta, yo tipeo. Andrea verifica ortografía y formato, quita tildes en mayúsculas, agrega punto y coma donde haga falta, deja todo sin florituras ni rabia, limpio como un campo estéril.
En “hechos” deja