Me despierta el trotecito de siempre: uñas pequeñas sobre parquet, un ir y venir entre mi pieza y la cocina.
—Te veo, inspector —digo al aire, aún con los ojos cerrados.
El olor a jabón de la noche anterior todavía flota en el departamento. Preparo café con esa rutina que me arma la espalda: hervidor, taza, cuchara, dos golpes de vapor. Reviso el correo en la mesa: “recibido, en análisis”, dice el sistema sobre Arturo, como si esas tres palabras fueran una frazada demasiado corta. Guardo el celular y salgo con el bolso, la bata doblada y el recordatorio de pasar por pan a la salida. Wilson me sigue hasta la puerta y se queda sentado con la cabeza ladeada, el gesto exacto que me vuelve humana.
—Vuelvo temprano —prometo, como si las promesas fueran cercas que de verdad protegen.
El hospital respira con el ritmo de siempre: carros de ropa limpia, sillas que chirrían desde 1987, los audífonos colgando de alguna TENS como si fueran collares. Paso por Calidad, dejo mi bolso, me pongo la cre