El coche giró por una avenida bordeada de árboles y, de pronto, la vi.
Una mansión blanca, elegante y silenciosa, rodeada de jardines tan perfectos que parecían pintados. Las luces cálidas del interior se filtraban por los ventanales, dándole un aire de postal.
Tragué saliva.
—¿Viviste aquí? —pregunté con voz baja, intentando sonar casual.
Lorenzo asintió, sin apartar la mirada del camino.
—Hace mucho. Pero nada cambia aquí. —Su voz sonaba serena, aunque en el fondo percibí algo más… una sombra que no supe identificar.
El auto se detuvo frente a la entrada principal. Antes de que pudiera procesar lo que estaba pasando, un mayordomo abrió la puerta y una empleada salió con paso rápido para recibirnos.
El aire olía a flores y madera pulida.
Todo parecía demasiado ordenado, demasiado pulcro.
Demasiado… Dimonte.
—Buenas noches, señor Lorenzo —saludó la empleada con una leve inclinación—. Es un placer tenerlo en casa de nuevo.
Él asintió con una sonrisa cortés.
—Gracias, Marta. Es bueno vo