Había pasado un mes desde la traición. Treinta días, setecientas veinte horas, incontables minutos en los que mi mente se repetía, una y otra vez, la imagen de Manuel besando a otra mujer. Yo trataba de convencerme de que debía seguir adelante, de que mi vida no podía detenerse, pero la verdad era otra: estaba hecha un desastre. Y ahora, con algo más dentro de mí, un secreto que aún no había compartido con nadie, la sensación de fragilidad se multiplicaba.Dormía poco, comía menos. Mis compañeros en el hospital lo notaban, aunque nadie se atrevía a decir nada directamente. Caminaba por los pasillos como un fantasma, con la mirada perdida, con la sensación de que en cualquier momento las lágrimas volverían a traicionarme. Y aunque la vida me pedía que me cuidara, el peso que llevaba en mi vientre me recordaba que ya no estaba sola, que mis decisiones afectaban a otro ser.Manuel, en cambio, parecía más presente que nunca. Había cambiado su turno, lo había alineado con el mío, y eso me
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