Estaba rendida.
Había dormido apenas unas horas después de la noche con Lorenzo. Había soñado con su sonrisa, con su voz, con su mirada detenida en mí como si yo fuera la única persona en el mundo. Dormir así era una forma de huir de la realidad; cerrar los ojos y dejar que ese recuerdo me envolviera era un alivio que no sabía que necesitaba.
Pero entre el sueño y la inconsciencia, un zumbido lejano empezó a colarse en mis oídos. Al principio lo ignoré, convencida de que era parte del sueño, hasta que el sonido insistente me hizo mover un brazo a ciegas, buscando el teléfono entre las sábanas.
—¿Quién… habla? —pregunté con la voz todavía envuelta en sueño, los ojos entrecerrados, el cabello pegado a la cara.
—Paso por ti dentro de tres horas —respondió una voz grave, serena, y aunque mi mente aún estaba nublada, la reconocí de inmediato.
Abrí los ojos de golpe.
—¿Qué dijiste?
—Ya escuchaste, dormilona —replicó Lorenzo con una calma exasperante—. Iremos a ver a mis padres.
Me incorporé