Bianca
Nikolay no tardó en dejar claro que yo era bienvenida en su casa, pero no en su mundo. A la mañana siguiente, encontré una hoja impresa en mi mesilla. Reglas. Como si estuviera en un internado de élite. Horarios para las comidas, zonas prohibidas de la casa, normas de vestimenta si había visitas, protocolos en caso de emergencia —¿emergencia como qué, una redada o una ejecución pública?—, y por supuesto, un recordatorio final en negrita: “No se tolerarán provocaciones innecesarias.” Lo leí con el ceño arqueado, sentada aún en la cama, mientras el sol se colaba por la ventana con un descaro que no coincidía con el tono de aquel documento. ¿Provocaciones innecesarias? Todo en mí era una provocación, y nada de lo que hacía era innecesario. Me vestí con calma, elegí una camiseta con la frase “Demasiado libre para obedecer” y un par de vaqueros rotos que seguramente no entraban en su código de etiqueta, y salí a explorar lo que ahora —al menos en papel— era mi hogar. La cocina estaba vacía, salvo por una chica joven que revolvía una olla con gesto adormilado. Pelo castaño en una coleta alta, uniforme negro, y un aire de quien se tomaba la vida con resignación y dulzura a partes iguales. —¿Eres nueva? —pregunté, apoyándome en el marco de la puerta. La chica me miró y se apresuró a limpiarse las manos en el delantal. —Señora Sokolov... no, llevo unos meses. Soy Lara, ayudante de cocina. —No me llames así. Me da alergia —gruñí. Ella sonrió, aunque con nervios. —¿Bianca, entonces? —Mucho mejor. Me sirvió café sin preguntar y me ofreció un cruasán. Lo acepté como quien recibe una tregua en una guerra. Era extraño, pero esa chica irradiaba algo parecido a la humanidad. —¿Hay muchas zonas prohibidas en esta mansión? —pregunté, casual. —Bastantes —respondió bajando la voz, como si las paredes pudieran oírla—. Pero... no se lo tome a mal. El señor Sokolov es muy... reservado. —Oh, me lo tomo a mal, sí —dije con una sonrisa ladeada. Después del desayuno, comencé a planear mi insurrección silenciosa. Pasé la tarde recorriendo los pasillos, memorizando puertas, analizando ventanas, contando cámaras. Algunas eran visibles, otras no tanto. Me aseguré de mirar directo a varias, levanté la mano en un saludo sarcástico y en una incluso escribí en un papel: ¿Te diviertes? En la sala contigua a una galería de arte, encontré una puerta entreabierta. Dentro, estanterías con pantallas, grabaciones, mapas, y un gran panel que mostraba la casa desde ángulos distintos. Bingo: la sala de vigilancia. No entré. Aún no. Pero me aseguré de que una de las cámaras me captara allí, mirando con descaro. Más tarde, cambié los libros de orden en el salón, puse música clásica mezclada con electrónica a todo volumen y dejé una bufanda colgada en la estatua griega del vestíbulo. Pequeñas rebeldías. Quería que supiera que no iba a adaptarme. Que podía ponerme un anillo, darme un dormitorio y reglas, pero eso no lo convertía en dueño de nada. --- La cena fue... tensa. Nikolay llegó tarde, como si cronometrara su poder. Llevaba traje oscuro, corbata deshecha, y ese aire de “no tengo tiempo para ti, pero te estoy vigilando igual”. Lara sirvió una crema que olía demasiado bien para ser de prisión. —¿Dormiste bien? —preguntó él, sin levantar la mirada del plato. —Como una reina. Entre las cámaras, las reglas absurdas y la ausencia de cariño, casi lloro de felicidad. —No esperaba cariño. —Yo tampoco. Mantuvo la mirada fija en mí un segundo. Entonces sonrió, de ese modo en que las serpientes sonríen antes de morder. —Ve acostumbrándote. Esto no es una fantasía romántica. —No te preocupes, príncipe encantado. No esperaba flores ni serenatas. Solo un poco menos de vigilancia digna de la CIA. —Es por seguridad. —¿La tuya o la mía? Él no respondió. Dio un sorbo a su copa. Yo choqué mi cuchara contra el borde del plato como quien desafina adrede. —Hay un evento próximamente —dijo de repente—. Una gala con aliados. Tendrás que venir. —Oh, claro. ¿Hay que sonreír mientras nos codeamos con criminales? —Preferiblemente, sí. —Qué romántico. El silencio volvió a caer, espeso. Lara entró para servir el postre —una tarta de queso casera— y sentí la tensión aflojar por un instante. Le dediqué una sonrisa, y ella me la devolvió, tímida pero genuina. Cuando Nikolay se levantó, no dijo nada. Se marchó como si la conversación no hubiera sucedido. Y tal vez, en su cabeza, no lo había hecho. --- A la mañana siguiente me puse una bata, me recogí el pelo y bajé descalza a la biblioteca. La chimenea seguía apagada, pero no me importó. Tomé un libro cualquiera —Balzac, creo— y lo abrí sin intención real de leer. Entonces sentí un roce en el tobillo. Un gato. Negro, con ojos dorados, pelaje brillante y una expresión que me recordó al mismo Nikolay. Me miraba como si evaluara si yo era digna de su atención. —¿Y tú quién eres? —susurré, agachándome. El gato no huyó. Se limitó a caminar con elegancia felina hasta el sillón contiguo y se sentó, como si reclamara su trono. —Perfecto. Un mafioso con mascota. Qué cliché más adorable. Lo llamé Zar. No sé por qué. Sonaba autoritario. Me quedé allí, acariciando a Zar y dejando que el silencio no me aplastara. La casa era grande, sí. Pero no por eso menos asfixiante. Sentía que cada pasillo tenía ojos, cada cortina escondía secretos. A la mañana siguiente, encontré otro papel en mi habitación. "No entres en la sala de vigilancia otra vez. Y no alimentes al gato, tiene su dieta." Sonreí. Perfecto. La guerra había empezado. Y yo pensaba pelearla a mi manera. Me vestí sin prisa, sin pensar demasiado, pero con toda la intención del mundo. Escogí una camiseta vieja, un pantalón ajustado y zapatillas, y me até el pelo en un moño alto y desordenado. No para gustar, ni para molestar… solo porque me apetecía. Salí de la habitación y recorrí la casa con una intención que rozaba la terquedad. No había mapa, ni necesidad real de explorar, pero me gustaba la idea de molestar a alguien con cada pisada. Si el suelo tenía micrófonos ocultos, o las cámaras grababan hasta el número de pestañeos por minuto, esperaba que captaran bien mis pisadas retumbando con descaro. Me encontré con Zar, el gato, en el pasillo. Me ignoró como si ya me hubiera analizado y clasificado como “tolerable”. Lo seguí. Me llevó hasta un invernadero al final del ala oeste, oculto tras un pasillo que no parecía tener uso. Cristales, plantas, olor a tierra húmeda. Casi podía fingir que estaba lejos de todo. —¿También es zona prohibida? —susurré al gato, que ya había trepado hasta una maceta con orquídeas negras. —Lo sería si no fueras tan persistente —dijo una voz desde la sombra. Me giré con el corazón en la garganta. Nikolay estaba apoyado en el marco de la puerta, brazos cruzados, camisa blanca arremangada, ojos clavados en mí como si el invernadero fuera suyo… y yo, una intrusa. —¿De verdad tienes que aparecer siempre sin hacer ruido? ¿Es una técnica de mafia o un problema auditivo? —Es útil para observar a los que creen que nadie los observa. —Pues que te diviertas. ¿Vas a echarme? —No. Pero si rompes una maceta, será la última. —Apuntar a la vegetación. Qué intimidante. Se acercó sin prisa. Zar saltó a sus pies, se frotó contra su pierna y luego se fue. Traidor. —Te gusta provocar —murmuró Nikolay, sin apartar la mirada. —Y tú disimulas mal que te molesta. —Me intriga. Fruncí el ceño. Ese no era el guion que esperaba. —¿Y eso te gusta o te irrita? —Ambas. Lo sabrás con el tiempo. Volvió a marcharse sin más. Me dejó en medio de las orquídeas, con la sensación de que acabábamos de tener una conversación que no entendí del todo, pero que igual me había descolocado. --- Pasé el resto de la tarde en el invernadero. Aquel rincón se convirtió en mi refugio silencioso. Con el paso de las horas, empecé a reconocer el sonido de los pasos en la casa. Los del mayordomo eran metódicos. Los de Lara, apresurados. Y los de Nikolay… bueno, los suyos apenas se oían. Pero se sentían. Cada vez que pasaba cerca, el aire cambiaba de densidad. Esa noche, volví a saltarme la cena. Dejé una nota en la mesa del comedor: “Estoy harta de sopa y tensión.” La encontré arrugada en mi almohada al volver. --- Al día siguiente, me metí en la sala de música. Piano de cola, violín, instrumentos que jamás tocaría, pero que me daban la sensación de estar en un museo privado. Me senté al piano y toqué un par de notas. Horribles. Pero placenteras. —Pensaba que preferías romper cosas antes que tocarlas —dijo él, desde la puerta otra vez. —Depende del instrumento. —No puedes esconderte en cada rincón de la casa. Vas a tener que integrarte. —¿A qué? ¿A esta vida en cámara lenta? —A la vida que firmaste —respondió con frialdad. Me puse de pie, con el mentón alzado. —Yo no firmé nada. Él se acercó un paso. —Estás aquí. —Por obligación. —Y sin cadenas. —No necesito cadenas para saber que esto no es libertad. Nos quedamos en silencio. Otra vez. Nos comunicábamos mejor sin palabras, pero maldita sea si no ardía todo dentro de mí. —La gala es en tres días —dijo por fin—. Empieza a prepararte. —¿Qué se supone que tengo que hacer? —Ser mi esposa. —No practico bien el papel de adorno decorativo. —Entonces practica el de amenaza controlada.