Al día siguiente me colé en la cocina, robé un bote de helado y me lo comí en el suelo del pasillo frente a la biblioteca. Zar se acurrucó a mi lado y por primera vez en días, me sentí... no en paz, pero menos sola.
Cuando volví a la habitación, otra nota me esperaba: "La sala de música no es un juguete." Debajo, otra línea más pequeña, escrita con otra letra. Más brusca. "Guarda algo de fuego para la gala." Sonreí. Nikolay Sokolov no era un hombre fácil de leer. Pero empezaba a notar que tampoco era fácil de esquivar. La guerra seguía su curso. Pero el campo de batalla estaba cambiando. Esa tarde me dediqué a recorrer de nuevo la casa, pero esta vez con otros ojos. Ya no buscaba solamente los puntos débiles de la vigilancia o nuevas formas de irritar a Nikolay. Esta vez... lo hacía para entender en qué mundo había aterrizado. Cada rincón parecía ocultar una historia que nadie se atrevía a contar. Las alfombras eran persas, las lámparas, de cristal tallado, y los cuadros... había uno en especial que no podía dejar de mirar. Una escena en tonos rojos y negros, dos lobos enfrentados en mitad de una tormenta. "Bienvenida al caos", pensé. Me detuve frente a la puerta doble del ala este. Una de esas zonas "prohibidas" según su adorable lista de reglas. Curiosa por naturaleza y terca por decisión, empujé con cuidado. Cerrada, por supuesto. Pero no pude evitar apoyar la frente contra la madera. -¿Qué escondes ahí dentro, Sokolov? Zar, que me seguía como una sombra silenciosa desde hacía rato, maulló como si también quisiera saberlo. Volví sobre mis pasos justo cuando me crucé con Lara, quien llevaba una cesta con ropa blanca recién lavada. -¿Todo bien? -preguntó, al verme en el pasillo. -Perfectamente. Solo buscaba el camino a la libertad -respondí con una sonrisa ladeada. Lara soltó una risa suave, aunque sus ojos se movieron nerviosos hacia las cámaras del techo. Siempre vigilantes. Siempre presentes. -¿Has trabajado aquí mucho tiempo? -le pregunté, bajando un poco el tono de voz. -Desde hace meses. Me recomendaron... bueno, él no suele mantener personal por mucho tiempo. Pero yo sé cuándo callarme. Eso lo decía todo. --- Más tarde, en la cena, Nikolay apareció sin previo aviso. Llevaba una camisa blanca remangada, el primer botón desabrochado y ese aire de peligro controlado que se pegaba a su piel como una segunda capa. Yo ya estaba sentada, con Zar en mi regazo y una copa de vino entre los dedos. -¿Te has acomodado ya en tu nuevo imperio? -pregunté mientras él tomaba asiento al otro extremo de la mesa. -¿Te refieres a mi propia casa? -A nuestro campo de batalla -corregí con dulzura venenosa. Él no respondió enseguida. Cortó un pedazo de carne, lo llevó a la boca con una calma estudiada y tragó antes de hablar. -He visto lo que hiciste con la sala de música. -¿Y? ¿No era eso una provocación innecesaria? -No. Fue... entretenido. Fruncí el ceño, no estaba segura si era sarcasmo o si, por un instante, realmente había disfrutado verme tocar el piano mientras bailaba con Zar como único espectador. -Voy a tener que esforzarme más -murmuré, jugando con el tenedor. -Hazlo. Pero recuerda que todo acto tiene consecuencias. Le mantuve la mirada. Un juego silencioso que ninguno quería perder. Zar se estiró en mis piernas como si también estuviera aburrido del dramatismo. -Dime algo, Nikolay. ¿Tú tienes miedo de algo? La pregunta lo tomó por sorpresa. Sus ojos se oscurecieron apenas un segundo, pero luego volvió a su expresión habitual, esa máscara de hielo tallada a medida. -Sí -respondió al fin-. De que un día no tengas ganas de pelear. Me quedé mirándolo y por un segundo, creí haberlo visto sin su armadura. Sin esa voz calculada, sin esa mirada afilada. -Vaya -dije al fin, dejando la copa de vino sobre el mármol con un leve clic-. No sabía que el señor Sokolov también sabía hablar en primera persona del singular. Él no sonrió, pero una de sus cejas se alzó apenas un milímetro. -Solo cuando vale la pena. No supe qué responder a eso. Así que no dije nada. Me limité a quedarme ahí, con los codos sobre la mesa y la barbilla apoyada en las manos, estudiándolo como se estudia a un animal salvaje tras un cristal. Fascinada. Intrigada. Consciente de que si el cristal se rompía, saldría herida. La tensión que nos rodeaba era espesa. No incómoda, pero sí densa. Como si cada frase fuera un movimiento más en una partida que ambos fingíamos no jugar. --- Esa noche no dormí. No por insomnio, ni por miedo, sino porque mi cabeza no dejaba de repasar sus palabras. ¿Y si un día no tienes ganas de pelear? No entendía si aquello era una amenaza, una advertencia... o una confesión. Y lo que más me irritaba era que empezaba a importarme. Así que hice lo que mejor sabía hacer: provocar. A las tres de la mañana, bajé a hurtadillas al vestidor del pasillo sur. Uno de esos lugares donde, según las reglas, no debía poner un solo pie. Entré. Olía a menta y cuero. Las camisas estaban alineadas con una precisión casi enfermiza. Los relojes, guardados en cajas de terciopelo. Los trajes, organizados por tonos oscuros, como si los colores vivos fuesen delito. Había orden, rigidez... y, de algún modo, una soledad extraña colgada entre las perchas. Me descalcé, tomé una de sus camisas -blanca, grande, perfecta para mi crimen simbólico-, y me la puse encima del pijama. El algodón era suave, olía a él, a poder y a rabia contenida. -Venga, Sokolov... -susurré a la cámara que estaba en la esquina-. ¿Qué vas a hacer ahora? Volví a mi habitación con paso lento y cabeza alta. Dejé la puerta abierta, puse música a volumen bajo -jazz francés- y me puse a bailar descalza sobre la alfombra. Libre. Rebelde. Hermosa en mi guerra personal. Y cuando caí rendida, me dormí con la camisa aún puesta, sintiéndome vencedora. Hasta que desperté. --- -¿Dónde está la camisa? -fue lo primero que dijo Nikolay al entrar en el desayuno a la mañana siguiente. Sin saludo. Sin rodeos. -¿Cuál? -pregunté con la boca llena de tostada. Él me fulminó con la mirada. Iba impecable como siempre. Esta vez de negro, más sombra que hombre. -Sabes cuál. Levanté las cejas con inocencia fingida y me encogí de hombros. -Debe haberse escapado de su jaula. ¿No tenías una para cada día de la semana? Estoy segura de que el mundo puede sobrevivir sin una. -No era una camisa cualquiera. -Ah, claro. ¿La de las propiedades mágicas? -me limpié la comisura de los labios con una servilleta, teatral-. Te juro que no la quemé. Aunque lo pensé. No dijo nada. Solo se quedó ahí, mirándome. Como si estuviera intentando leer algo bajo mi piel. -¿Te molesta que lleve algo tuyo? -Me molesta que creas que eso no tiene consecuencias. -Lo hice a propósito -admití sin parpadear. -Lo sé. Y luego, algo extraño ocurrió. En lugar de un castigo, una amenaza, una nueva norma absurda... Nikolay caminó hasta donde yo estaba sentada, se agachó a mi altura y apoyó ambas manos sobre el respaldo de mi silla, acercando su rostro al mío, tanto que pude contar cada una de sus pestañas. -No tengo miedo de que uses mi ropa, Bianca -susurró, grave-. Tengo miedo de que un día no quieras quitártela. Me olvidé de cómo respirar. Él se apartó antes de que pudiera reaccionar, dio media vuelta y desapareció por el pasillo como si no acabara de volarme la cabeza. Zar maulló. Yo solo podía pensar en una cosa: La guerra ya no era una metáfora. Era real. Y me estaba gustando demasiado.