Bianca
Recogí mis cosas sin decir una sola palabra. Cada camisa, cada libro, cada cosmético lanzado dentro de la maleta era un golpe contenido. Mi madre revoloteaba alrededor como si estuviéramos preparando un viaje a la Toscana, no enviándome a vivir con un hombre que no conocía y que, probablemente, sabía disparar mejor que sonreír. —No olvides los tacones negros. Son elegantes —dijo mientras doblaba una blusa que yo habría preferido quemar. —¿Elegantes para la cena o para mi ejecución? —murmuré. Ella hizo como que no me escuchaba, porque enfrentar mi sarcasmo era aceptar que me estaban vendiendo, o cediendo, o lo que fuera que hiciera la alta sociedad cuando pactaba con mafiosos. Subí al coche sin despedirme. Mi padre ni siquiera estaba en casa. Supuse que firmar mi sentencia había sido suficiente presencia paternalesca por un día. El trayecto fue silencioso. Al llegar, la mansión Sokolov se alzaba como una fortaleza: fría, imponente, con rejas negras y cámaras que me seguían como ojos invisibles. Por un segundo, sentí que había dejado el mundo real y entrado en un cuento... uno oscuro, con bestias que usaban trajes a medida. Un hombre alto, de rostro inexpresivo, me abrió la puerta. No era Nikolay, este tenía cara de mayordomo de película antigua y una voz igual de neutral. —Bienvenida, señora Sokolov. Le mostraré su habitación. —No necesito escolta. Solo un mapa y un arma —dije, pero el hombre ni se inmutó. La habitación era enorme, elegante, con una cama que podría albergar a cuatro personas... o una guerra. Dejé mis cosas y, sin quitarme los tacones, salí a explorar. Los pasillos parecían infinitos. Cuadros antiguos, alfombras que absorbían el sonido de los pasos, y un silencio tan absoluto que hacía eco en mis pensamientos. Encontré la cocina, un salón de música, un despacho cerrado... y entonces, la biblioteca. Empujé la puerta y se me escapó una exhalación. Estanterías de madera oscura hasta el techo, escaleras correderas, un ventanal con cortinas granate y una chimenea apagada. Casi me hizo olvidar que vivía con un hombre que podría matarme con una cucharita de café. Me acerqué a un tomo de Dostoyevski, porque claro, mafioso ruso que se respeta tiene una copia en ruso antiguo de Crimen y castigo. —Curioso. No te hacía lectora de clásicos. Me giré de golpe. Nikolay estaba en el umbral, apoyado en la puerta como si llevara ahí todo el tiempo. Traje negro, camisa abierta en el cuello, mirada afilada. —Y yo no te hacía anfitrión silencioso. —Considera esto un tour privado. —No necesito un guía. Solo un lugar donde no me vigilen. Una de las comisuras de sus labios se elevó sutilmente, pero no era una sonrisa amable. Era la clase de gesto que precede a una amenaza en las películas. —Cada rincón de esta casa te vigila, Bianca. Es lo que tiene vivir con enemigos. —Pensaba que ahora era tu "esposa". —No son conceptos opuestos. Me crucé de brazos. —Me quedaré en la habitación que me asignaste. Puedes estar tranquilo, no pienso colarme en la tuya. —Me alivia saberlo. Me gusta dormir solo. —A mí también. Sobre todo lejos de escorpiones. Nos quedamos mirándonos, otra vez ese tira y afloja silencioso que ya se estaba volviendo rutina. Nikolay fue el primero en romperlo. —Hay cena a las ocho. Asiste o no, me da igual. Pero si vienes, no vengas armada. —¿Y si llevo un tenedor afilado? —Entonces nos divertiremos. Se marchó sin decir adiós. Y por algún motivo, esa fue la parte más honesta de toda la conversación. Me quedé allí, en la biblioteca, acariciando la tapa de un libro que olía a madera antigua y guerra fría. La guerra, de hecho, ya había comenzado. Solo que en esta, el campo de batalla eran las miradas, los silencios... y los cuchillos que aún no se veían, pero ya se sentían. Me quedé en la biblioteca hasta que la luz se volvió ámbar tras los ventanales. No por amor a la lectura —aunque desaparecer en un universo ajeno resultaba tentador—, sino porque no soportaba regresar a esa habitación decorada como si el lujo pudiera suavizar una condena. Después de un rato, salí y retomé mi inspección de la casa. En una de las alas más alejadas, descubrí una sala de armas tras una puerta entreabierta y casi solté una carcajada. Era oficial: estaba atrapada en una versión mafiosa de La Bella y la Bestia, solo que aquí, la bestia llevaba traje italiano y no tenía intención de cantar. La mansión era tan grande que parecía construida para hacerte sentir pequeña. Cada habitación perfectamente pulida, cada rincón impregnado de una elegancia que pesaba como plomo. Al volver a mi cuarto, deshice la maleta. No porque pensara hacer de ese lugar mi hogar, sino porque fingir tener algo de control era mi forma de no venirme abajo. Coloqué mis libros en la estantería, mis cosas de aseo en el baño, y me cambié. Pantalón ajustado, camisa blanca arremangada, cabello suelto. Nada de tacones ni vestidos. Quería estar cómoda… y con ambos pies bien firmes sobre el suelo. A las ocho menos cinco, salí. No quería darle el placer de pensar que me escondía o que tenía miedo. La mesa del comedor era ridículamente larga. Nikolay ya estaba sentado en el extremo opuesto. Ni una palabra, ni un gesto al verme. Solo ese rostro tallado en mármol, observándome como si intentara calcular cuántos días me quedaban cuerda. Había velas encendidas. Una botella de vino abierta. Todo tan calculado que me pareció una escena montada, como si en cualquier momento fueran a entrar cámaras para rodar una película de terror psicológico. —Llegas puntual —dijo sin levantar la vista del plato. El mayordomo sirvió los platos con la precisión de un autómata y desapareció. El silencio reinó durante unos minutos, roto solo por el chocar de los cubiertos contra la porcelana. Corté la carne con calma. —¿Siempre cenas así, en completo silencio? —pregunté, mirando mi copa de vino. —Prefiero eso a las conversaciones inútiles. —Pues conmigo vas a tener mala suerte —le dije, dándole un sorbo lento al vino—. Soy experta en decir cosas que los demás no quieren oír. Él alzó la mirada. Era el tipo de hombre que no necesitaba levantar la voz para intimidar. —¿Te gusta la casa? —Tiene estilo. Mucho mármol, mucha cámara. Todo lo que una prisionera podría desear. —Eres libre de irte cuando quieras —dijo con indiferencia—. Pero no creo que sobrevivas mucho ahí fuera sin mi apellido. —¿Eso fue una amenaza o una promesa? —Ambas. Tú eliges cuál te conviene más. Lo miré con atención. Esa forma suya de hablar era como una caja fuerte con miles de combinaciones posibles. Terminamos de cenar en un silencio más denso, cargado de lo que no se decía. Me levanté sin esperar permiso, sin agradecer la cena. —Buenas noches, señor Sokolov. —Buenas noches, señora Sokolov. Al llegar a mi habitación, eché el cerrojo y me quité los zapatos. Me senté en la cama, mirando la ventana sin ver realmente nada. No lloré. No grité. Solo respiré, contando mentalmente hasta diez… hasta cien… hasta que mi rabia se disolvió lo justo para no explotar. Porque esto no era un hogar. Era un campo minado de secretos. Pero si tenía que caminarlo descalza, lo haría. Con la espalda recta. Y con más filo que cualquier arma que pudiera esconderse entre esos muros.