Después del desayuno, la cocina parecía el escenario de una batalla menor: platos apilados, tazas sin lavar, restos de tostadas y la tensión silenciosa de quien quiere ayudar, pero no tiene ni idea de cómo hacerlo sin provocar una catástrofe. Y esa, claramente, era yo.
—¿Puedo ayudar? —pregunté con mi mejor sonrisa, ya con las mangas de la camiseta arremangadas.
—No —respondieron tres voces al unísono: Lara, Viktor y Pavel.
Me quedé quieta un segundo, parpadeando con dramatismo.
—Vaya, qué acogedor se siente esto. ¿Dónde quedó la democracia?
—Se extinguió contigo, Bianca —dijo Lara, riéndose mientras me apartaba con el codo para secar una taza—. Si quieres hacer algo útil, molesta a Nikolay. Eso se te da mejor.
—Ya lo tengo en la lista.
—No lo dudo —añadió Viktor, sin ni siquiera disimular la sonrisa.
Miré a Nikolay, que me observaba desde la entrada con esa expresión suya a medio camino entre resignación y ternura. Como si hubiera aceptado desde hacía tiempo que yo era su caos person