El pasillo estaba en penumbra. Me apoyé contra la pared, como si mi espalda necesitara algo sólido para sostenerse.
-¿Qué quieres ahora? -pregunté en cuanto contesté, sin saludar, sin suavizar.
-¿Has pensado lo que te dije? -La voz de mi padre sonaba igual que siempre: arrogante, seca... como si tuviera el derecho de pedirme algo después de todo.
-He pensado en cómo harías envejecer mejor si te callaras de una vez.
-Bianca...
-No soy un objeto -seguí-. No soy una ficha que puedes mover en tu tablero cuando te convenga. No te debo nada. Me vendiste. Y lo hiciste con gusto.
-Era por tu seguridad.
-Era por tu codicia. Por no poder sostener el culo en una silla sin deber favores a medio mundo. ¿Y ahora quieres que me acueste con otro para salvar tu pellejo?
Escuché su respiración acelerarse. Ahí estaba. El silencio incómodo del que ya no tiene argumentos. Pero aún no había terminado.
-¿Sabes lo que hice esta mañana? -le pregunté, con una sonrisa amarga-. Le clavé las uñas a alguien que sí