Silencio en La Torre

Los días pasaban con la lentitud de una eternidad en la mansión De Luca.


Gianna permanecía encerrada en su habitación, una fortaleza de sombras y recuerdos. Las cortinas estaban corridas, dejando que solo un débil rayo de luz se colara entre los pliegues oscuros.

No comía, No hablaba, No recibía visitas.


Solo estaba allí, sentada en el suelo, abrazando sus rodillas, como si al hacerlo pudiera contener el vacío que le había dejado la muerte de su padre.

El personal de la mansión sabía que ese era un duelo que debía respetarse. Por eso, en lugar de molestarla, limitaban su presencia a lo mínimo, comida dejada discretamente en la puerta, susurros apagados en los pasillos, y miradas llenas de pesar pero también de respeto.

Carla, la criada más cercana a Gianna, fue la única que se atrevía a acercarse un poco más. En una tarde fría, dejó una taza de té humeante a un lado de la puerta y susurró.

—Señorina, cuando esté lista, aquí estaremos.

Pero Gianna no respondió.

En la soledad de su habitación, su mente vagaba entre recuerdos felices y los últimos momentos con su padre. Las palabras de Alessandro retumbaban en su interior, mezcladas con la desesperación de un futuro incierto.

El anillo familiar descansaba sobre la mesa de noche, frío y brillante, testigo silencioso de su dolor y de la corona que aún debía ponerse.

Mientras el mundo afuera se movía, conspiraba y se preparaba para la guerra, Gianna se hundía en su propio silencio, acumulando fuerza sin saber aún cómo enfrentar el caos que la esperaba.

La puerta de la habitación se abrió con una suavidad casi imperceptible y Alfonso Rizzo entró sin hacer ruido, como siempre lo hacía. Sus ojos reflejaban tanto respeto como preocupación mientras observaba a Gianna, encogida en un rincón, sumida en su silencio.

—Gianna —comenzó, con voz baja pero firme— No puedes seguir así.

Ella alzó la vista, con los ojos vidriosos y cansados.

—No puedo hacerlo, Alfonso —murmuró— Papá murió y todo se desmorona, No sé cómo continuar.

Alfonso se acercó y se sentó a su lado, dejando sobre la mesa un sobre con documentos.

—Escucha, sé que duele. Lo sé, Pero no solo estás peleando por ti. Estás peleando por todos los que dependen de esta familia, de este negocio. Por las personas que trabajan para nosotros, por tu padre… y ahora por ti.

Gianna tomó el sobre con manos temblorosas y comenzó a abrirlo deteniéndose un momento para pensar en las palabras de Alfonso, tenia razón, mientras ella estaba derrumbándose en la soledad de su habitación habían personas afuera que dependían ahora de ella, era hasta un poco chistoso antes esas personas dependían de su padre, hasta ella misma dependía de su padre pero ahora, ahora todo depende de ella.

—Aquí están las pruebas —dijo Alfonso sacándola de sus pensamientos — Las Grabaciones, testigos, transferencias bancarias. Todo apunta a que la orden vino de los Arakawa, No fue un error, fue un ataque planificado.

Ella leyó en silencio, absorbiendo cada palabra, cada evidencia. Un fuego lento comenzó a encenderse en su interior.

—¿Y qué hacemos ahora? —preguntó con voz temblorosa, pero con una chispa de ira contenida.

—Lo primero es demostrar que estamos unidos —respondió Alfonso—. Que tú eres la jefa y que nadie puede debilitarnos. Luego, debemos responder con fuerza Pero con inteligencia.

Gianna cerró los ojos por un instante, recordando las palabras de su padre.

—No me voy a rendir —dijo finalmente con determinación— No por mi padre, no por mí, sino por todos los que creen en este nombre.

Alfonso asintió, satisfecho con aquellas palabras.

—Entonces, empecemos a mover las piezas.

La sala de reuniones estaba iluminada por una luz tenue, pero la tensión era palpable como el humo de un cigarro que nunca se apaga. Los cinco capos estaban sentados alrededor de la mesa, con expresiones que mezclaban preocupación, cansancio y desdén. Frente a ellos, Gianna se mantuvo firme, sin ceder ni un ápice.

—He revisado las pruebas —comenzó, su voz clara y fría—. No hay duda de que la mafia japonesa nos ha declarado la guerra.

Un suspiro de disgusto recorrió la mesa.

Más de uno estaba en desacuerdo.

—Gianna —intervino Vittorio Mancini con voz grave— esta familia ha sobrevivido a muchas guerras. Pero entrar en una ahora… es precipitar nuestra caída.

—¿Y quedarse inmóviles mientras asesinan a nuestro Don? —replicó ella con dureza—. No lo permitiré. Mi padre no murió para que su nombre quedara impune.

—La venganza puede cegarnos —advirtió Lorenzo Russo— Y una guerra abierta contra Japón atraerá enemigos de todos lados. Pierdes más de lo que ganas.

Gianna cruzó los brazos, desafiante, no podía creer que estos fueran los hombre concejales de su padre.

—¿Y acaso ustedes ganarían algo dejando que esto quede sin respuesta? ¿Ver cómo la familia se desmorona por miedo a actuar?

—Hay que ser estratégicos —dijo otro capo— no impulsivos, Esto no es un juego de niños.

Ella avanzó un paso hacia ellos, la mirada encendida llena de enojo.

—Esto no es un juego Es nuestra vida. Y si creen que voy a sentarme a esperar mientras nos pisan, están muy equivocados.

Un silencio tenso se instaló, las palabras de Gianna eran decididas y muchos vieron el coraje en sus ojos y la decisión estaba tomada.

—Entonces están avisados —concluyó Gianna— No habrá tregua, No habrá dudas. Quien intente detenerme se enfrentará a mí.

Los capos se miraron entre sí, algunos con resignación, otros con una chispa de respeto creciente.

Alfonso, en un rincón, observaba en silencio, sabiendo que la verdadera batalla apenas comenzaba.

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