La luz del atardecer teñía de rojo los ventanales del despacho de Gianna. La torre era alta, con vista al puerto donde los contenedores se apilaban como piezas de ajedrez olvidadas. Ella se descalzó con un suspiro, dejando caer los tacones de charol negro junto a la alfombra persa. Sus pies dolían, pero su mente ardía más.
—¿Te parece que estoy jugando? —murmuró, para nadie en particular, mientras deslizaba un dedo sobre la copa de vino tinto que descansaba sobre su escritorio.
Había pasado el día lidiando con idiotas. Viejos hombres con trajes caros que aún pensaban que una niña no debía dirigir un imperio de armas, drogas y favores. Le sonreían en reuniones, pero la apuñalaban en la sombra.
¿Casarse?
¿Que mierda se pensaban estos viejos?
Ese era su padre que se dejaba manejar por ellos pero ella no, ella no sería una marioneta más y no se dejaría gobernar por ellos.
Su padre ya no estaba, los tiempos cambiaban y era hora de que esta organización conociera nuevas reglas.
Todo se le e