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El Poder que Subestiman

Con la respiración agitada y el corazón encendido en brasas, Gianna no sabía que hacer. Estaba claro que el consejo no la apoyaba, sólo había pasado unos pocos días y ya los viejos estaban en su contra.

Unos golpes en la puerta de su despacho la sacaron de sus pensamientos, se levantó un poco con dificultad, su cuerpo dolía y estaba tan cansada, llevaba días sin poder dormir bien...

Sentía como las horas sin sueño le pasaban factura.

Al abrir, encontró a los cinco capos de la familia. Sus miradas eran duras, llenas de duda y cálculo. Ninguno ocultaba que esperaban que ella titubeara, que cediera, que se rindiera.

—Gianna —comenzó Vittorio Mancini, el más veterano— El clan necesita estabilidad. No podemos permitir que la sangre nos nuble el juicio.

—No estoy aquí para discutir estabilidad —respondió ella con voz firme sin dejarse intimidar por este viejo consejero— Estoy aquí para liderar. Y para que quede claro, ni uno solo de ustedes decidirá mi camino.

Los hombres intercambiaron miradas.

Alfonso Rizzo permaneció al lado, impasible, observándola como un lobo que evalúa a su presa.

—Esta venganza que buscas —dijo otro capo— podría destruir lo que tu padre construyó con tanto esfuerzo.

Gianna los miró uno a uno, con un brillo feroz en sus ojos, estaba tan enojada y no estaba dispuesta a escuchar nada de aquello.

—Mi padre me dejó un imperio, Yo elegiré cómo defenderlo. Y si para eso hay que quemar todo hasta los cimientos... entonces así será.

Un silencio pesado cayó entre ellos, todos se veían nervisos, estaba claro que Gianna no quería ceder y eso para ellos se les estaba volviendo Imposible.

—Entonces están advertidos —añadió ella—. Quien intente desafiarme... tendrá que enfrentarse a mí.

Sin esperar más, cerró la puerta con un portazo.

Los capos se quedaron en el umbral, marcados por la determinación que acababan de presenciar. Gianna bajó la mirada y apretó el anillo de la familia en su dedo.

El dolor la había quebrado. Pero también la había hecho invencible.

Sumida en sus pensamientos recordó una tarde de verano en los jardines de la mansión. El sol caía cálido, filtrándose entre las hojas de los olivos centenarios. Gianna, todavía niña, correteaba con una mezcla de rebeldía y curiosidad, mientras su padre la observaba desde el porche, con una sonrisa melancólica.

Cuando ella se acercó, Alessandro la tomó de la mano y la sentó en sus rodillas. Sus ojos, profundos y firmes, se clavaron en los de ella con una seriedad que sorprendió a la pequeña.

—Gianna —comenzó, su voz grave pero dulce— escucha bien lo que te voy a decir.

Ella lo miró con atención, sin entender del todo lo que su padre quería decirle.

—Si algún día yo no estoy... si esta guerra nos arrebata todo, tú serás la que quedará al mando.

La niña sintió un escalofrío.

—¿Yo? Pero yo solo soy una niña.

Alessandro sonrió, pero con la dureza de un hombre que ha vivido mil batallas.

—Te crié para esto. Para que seas fuerte, Para que no te dejes intimidar por nadie. Porque en este mundo, las lágrimas no ganan guerras. Solo el poder Y la voluntad de una reina.

Gianna lo miró fijamente, su miedo mezclado con orgullo.

—¿Y si no quiero? —preguntó con voz temblorosa.

—No es cuestión de querer —respondió él— Es cuestión de sobrevivir, De proteger a los que amas. Y sobre todo... de honrar nuestro apellido.

Ella asintió lentamente. Y entonces, él le tomó la mano con más fuerza.

—Prométeme que cuando llegue ese día... serás esa reina.

La niña sintió cómo la promesa se alojaba en su pecho, un juramento silencioso que la acompañaría toda la vida.

Los ojos de Gianna se abrieron lentamente, el recuerdo de su padre resonando en su mente como un eco inquebrantable.

"Si algún día yo no estoy... tú serás la que quedará al mando."

"Te crié para que seas fuerte."

"Prométeme que cuando llegue ese día... serás esa reina."

El peso de sus palabras ya no la aplastaba, todo lo contrario, la impulsaba.

Se levantó del suelo con determinación, apretando el anillo de la familia en su dedo. Su reflejo en el espejo le devolvió la mirada de una mujer que no iba a retroceder.

El dolor seguía ahí, pero estaba contenida, transformada en acero.

Con paso firme, abrió la puerta de su habitación y bajó por los pasillos de la mansión, cada eco de sus pasos como un latido de poder.

Al llegar a la sala donde la esperaban los miembros del consejo, la conversación cesó. Todos sintieron la presencia de alguien que había cambiado.

Gianna los miró a todos, sin miedo ni dudas.

—Escuchen bien —comenzó, su voz resonando con la autoridad que heredó—. No soy una niña ni una figura decorativa. Soy la jefa de esta familia.

Sus ojos cortaron la tensión como cuchillas.

—Si alguno de ustedes piensa desafiarme o manipularme, que lo haga sabiendo que la guerra no es solo contra nuestros enemigos, sino contra cualquiera que traicione la sangre De Luca.

Un silencio pesado se instaló.

—Hoy, reafirmo mi palabra, gobernaré con fuerza, inteligencia y sin misericordia. Porque así me enseñó mi padre. Porque así lo exige nuestro apellido.

Los capos intercambiaron miradas. Algunos bajaron la cabeza en señal de respeto. Otros apretaron los puños, pero entendieron que la tormenta ya había llegado.

Gianna, la Reina de Nueva York, había despertado.

La sala estaba cargada de humo espeso y miradas pesadas. Los cinco capos de la familia De Luca se habían reunido en torno a la gran mesa de caoba, sus rostros marcados por años de violencia y códigos inquebrantables. Frente a ellos, Gianna permanecía de pie, con la espalda recta y la mirada desafiante.

El primero en romper el silencio fue Vittorio Mancini, el capo más veterano y tradicionalista.

—Gianna —dijo con voz áspera—, esta familia no puede permitirse un liderazgo débil. Y ser mujer en este mundo no es una debilidad solo por la sangre. Es la realidad.

Los otros asintieron, algunos con rostros de molestia, otros con escepticismo.

—¿Crees que un hombre permitiría que una mujer mande sin una mano fuerte detrás? —añadió otro capo, Lorenzo Russo—. No es cuestión de querer, sino de poder. Los enemigos no respetan flores ni vestidos.

Gianna los observó uno a uno. Su respiración era firme, su voz segura.

—¿Que quieren decir?

—Debes casarte con un hombre fuerte que esté dispuesto a todo por la Familia y la organización. Alguien que sepa liderar.

—No me casaré con nadie.

—Entonces serás una Reina débil.

—¿Débil? —replicó—. Débil era pensar que este clan podría sobrevivir sin evolucionar. Débil es subestimar a la sangre que corre por mis venas.

—¿Y qué sabes tú de esta sangre? —dijo Vittorio, su tono cortante—. Has vivido protegida, alejada de la verdadera suciedad del negocio.

Ella dio un paso adelante, sin temor.

—He visto más muerte, traición y lealtad que muchos de ustedes juntos. He aprendido que el poder no se hereda, se toma. Y yo tomo el poder porque es mi derecho. Porque soy la única que puede vengar a mi padre.

Los capos intercambiaron miradas tensas. Algunos bufaron, otros apretaron las mandíbulas.

—Si no eres capaz de mantenernos fuertes, —amenazó Lorenzo—, esta familia se desmoronará.

Gianna lo miró fijamente.

—Entonces me aseguraré de que se desmorone solo si ustedes intentan quitarme lo que es mío.

—Esto no es solo un juego de poder, niña —advirtió Vittorio—. Es sangre, muerte y supervivencia. No hay lugar para debilidades.

Ella respiró hondo.

—Mi fortaleza no está en mi género, sino en mi voluntad. Y eso es algo que ningún hombre aquí tiene el derecho de cuestionar.

El silencio volvió a la sala. Finalmente, Alfonso Rizzo, hasta entonces callado, habló.

—Conozco a Gianna desde que nació. Sé de qué está hecha. Y si ella dice que esto es lo que va a hacer... deberíamos prepararnos para seguirla o para caer.

Gianna asintió, agradecida por ese apoyo.

—Estoy aquí para liderar. No para que me den permiso.

—Entonces —dijo Vittorio, con un gesto resignado—, que así sea. Pero recuerden la calle no perdona a las reinas débiles.

Gianna lo desafió con la mirada.

—Entonces será la calle la que aprenda a respetarme.

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