El aire del ático de lujo olía a vodka de grano fino, cuero caro y la ceniza de un puro recién apagado. Era casi medianoche, y la ciudad se extendía ante las ventanas blindadas, una alfombra de luces indiferentes al caos que se estaba gestando.
Konstantin Volkov. El Ruso, no estaba durmiendo. Estaba de pie junto a su mesa de mapas, un hombre corpulento con la cabeza rapada y ojos fríos como el hielo de Siberia. Vestía una bata de seda negra sobre su cuerpo tenso.
El primer informe llegó a través de una línea segura, un mensaje cifrado que apareció en una pantalla tablet. Era sobre la bodega de licores en el puerto.
—Incendio. Complejo. Pérdida total de inventario y estructura. Causa oficial: Fallo eléctrico. —leyó su lugarteniente, Boris, con voz monótona.
Viktor soltó una carcajada seca, sin humor, que resonó en el amplio ático.
—¡Fallo eléctrico! —dijo en un ruso denso y cortante—. ¡Boris, hace dos días instalamos un sistema de extinción de incendios de $50,000! ¡Esa bodega es más s