El reloj marcaba las tres de la mañana y el Ruso seguía de pie. Llevaba treinta y seis horas sin probar un sueño real, alimentado únicamente por café amargo, la nicotina de un pitillo tras otro, y una rabia fría que le atenazaba el estómago.
Desde que recibió la noticia del golpe en el Club —la primera humillación, la fuga limpia de Enzo Bianchi—, el Ruso había convertido su oficina en el cuartel general de una cacería implacable. Se había tragado su orgullo y había desplegado hasta al último hombre en la ciudad y los muelles. Había llamado a contactos viejos, había encendido linternas en los rincones más oscuros.
"¡Tiene que estar aquí!", rugía contra el mapa de la ciudad cubierto de chinchetas rojas. "¿Creen que desapareció en el aire? ¡Enzo no tiene la infraestructura para esto! ¡No sin ayuda!"
La noche anterior, la esperanza de que Enzo se hubiera escondido y estuviera aterrorizado había sido su consuelo. Ahora, solo quedaba la frustración roedora y la certeza de que su enemigo ha