Enzo y Franco se encontraban en un almacén abandonado en las afueras de la ciudad portuaria, un lugar olvidado, lleno de telarañas y la humedad del mar. La única luz venía de un par de linternas tácticas y la pantalla brillante de un laptop en una mesa de trabajo improvisada.
Enzo ya no llevaba el traje. Vestía ropa de combate oscura, botas pesadas y guantes de cuero. La máscara negra cubría su rostro desfigurado, pero ahora no era un disfraz; era el uniforme de un guerrero. Se movía con la precisión letal que Franco recordaba, aunque con una frialdad más calculada.
Franco, por su parte, estaba en su elemento. La culpa por haber descuidado a Sabrina se había transformado en un acero implacable. Su papel ahora era ser la sombra directa de Enzo, el único que podía verlo y hablar con él sin el filtro de la mentira.
En la mesa, el mapa de la ciudad estaba desplegado, cubierto con notas escritas en italiano y ruso. La pantalla del laptop mostraba una serie de transacciones bancarias encrip