Bianca.
El coche avanzaba a toda velocidad, pero para mí, el tiempo transcurría con una lentitud insoportable. No dejaba de llorar, el nudo en mi garganta me asfixiaba, y mi pecho dolía como si alguien lo estuviera oprimiendo con fuerza. Miré de reojo a Alexandra, quien iba sumida en sus pensamientos, con la mirada perdida en la ventanilla. No había palabras que pudieran consolarnos en ese momento; solo nos quedaba orar en silencio, implorarle a Dios que Alexander saliera de peligro, que la cirugía fuera un éxito.
No entendía del todo lo que había pasado, pero una cosa era segura: al llegar al hospital, Dean nos daría una buena explicación.
Tenía la boca seca, una sensación de resequedad que no desaparecía por más agua que bebiera. Aun así, tomaba sorbos pequeños a cada rato, con la esperanza de calmar esa agonía interna que me consumía. La incertidumbre me estaba matando.
Llevé una mano a mi vientre y acaricié con suavidad la piel estirada, sintiendo las pequeñas pataditas de mi bebé