Epílogo

Bianca

Nuestra noche de bodas fue mágica. Alexander me trajo a una pequeña ciudad con el encanto de una isla, donde los volcanes se alzaban imponentes en el horizonte, rodeados de cerros y pinos que parecían danzar con la brisa. Un majestuoso árbol de Cortés, con sus hojas amarillentas, resaltaba entre el paisaje como un cuadro dorado en medio de la naturaleza.

La cabaña donde nos hospedaríamos era hermosa, acogedora, con grandes ventanales que dejaban entrar la luz tenue del atardecer. Me dolió dejar a nuestra pequeña de apenas un mes, pero sabía que era el momento de disfrutar nuestro matrimonio. Pronto regresaríamos a casa, y yo pasaría cada instante posible con ella.

—¿Te gusta el lugar? —me preguntó mi esposo con ternura.

Yo asentí con una sonrisa. ¿A quién no le gustaría este sitio? Era cálido, apacible, perfecto para perderse del mundo por unos días. Solo estaríamos allí dos noches, pero para mí era suficiente. Mientras él disfrutaba del descanso, yo aprovechaba para tomar
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