Alexander
El mar se extendía infinito frente a nosotros, una superficie oscura e inquietante que reflejaba la luz tenue de la luna. Me encontraba de pie en el muelle, con los brazos cruzados, observando las embarcaciones mientras los hombres terminaban de cargar la mercancía. Deán estaba a mi lado, junto a otros dos hombres, asegurándose de que cada caja estuviera en su lugar y bien cubierta.
La entrega se llevaría a cabo en menos de seis a siete horas, y aunque todo parecía marchar según lo planeado, algo dentro de mí no terminaba de encajar. Sentía una inquietud extraña, como si una sombra invisible nos acechara desde la oscuridad.
—Cualquier cosa, debemos notificar al equipo —dije sin apartar la vista del horizonte.
—Sí, señor. No se preocupe, estamos al tanto.
Apreté la mandíbula. Quizás solo era paranoia, pero algo me decía que los hombres de mi padre podrían aparecer por cualquier lado del mar. ¿Podía darme el lujo de arriesgarme? No. Pero tampoco podía quedar mal con los yakuza