6

ANASTASIA

El lunes llega. Me levanto pronto, como siempre, y me arrastro por el apartamento para preparar el desayuno, a Oliver, y a mí misma. Lo dejo en el colegio, con su mochila de dinosaurios y su breve: "¡Adiós, mamá!" Me quedo un segundo en el coche, viéndolo correr hacia sus amigos, con esa energía que parece inagotable. A veces me pregunto de dónde la saca, porque yo estoy funcionando con café y pura fuerza de voluntad.

El trayecto al centro es corto. Trabajo desde hace un par de años en una cafetería, no es el trabajo de mis sueños pero no me quejo. Además, la cafetería es lo suficientemente pequeña como para darme dolores de cabeza.

Entro por la puerta trasera, colgando mi bolso en el almacén y atándome el delantal verde a la cintura con mi nombre bordado a mano por Carla.

Carla es mi jefa, es una señora mayor que debería estar jubilada desde hace algunos años, pero dice gustarle estar aquí, sobre todo porque este ha sido su negocio toda la vida y lo comparte su hija, Marta, una señora en sus ya entrados cuarenta y pico de años.

Carla está detrás del mostrador, peleándose con la máquina de café.

—Stas, esta maldita cosa está atascada otra vez —gruñe, dándole un golpe al cacharro con más cariño que fuerza.

—Déjame a mí —digo, acercándome. Un filtro sucio, como de costumbre . Lo limpio, y la máquina vuelve a la vida con un zumbido satisfecho.

—Eres un ángel. Marta no sabe cómo arreglar esto, y yo ya estoy harta de sus “tutoriales de YouTube”.

Marta, que está en la caja contando monedas, suelta una risa.

—Mamá, si te jubilaras, no tendrías que pelearte con la máquina.

—Me pelearía con tu padre.

Me río. Estas dos mujeres me han acogido bien en su dinámica, a veces, hasta hacen que me sienta parte de su familia. No me hablo con mis padres, así que ellas han sido un gran apoyo cuando he necesitado consejos de adultos y no las locuras de Lou.

El primer cliente entra, y así unos tantos más que me mantienen ocupada. Lattes para llevar, cafés bien cargados con repostería casera, y clientes que cambian de idea tres veces antes de pedir. Cuando hay un respiro, miro por la ventana, donde la ciudad bulle con gente que va a sus oficinas o pasea sin prisas. A veces me pregunto cómo sería mi vida si no hubiera conocido a Trevor a los dieciocho, si no me hubiera quedado embarazada a los diecinueve, y si no me hubieran obligado a dejar mi vida atrás para ser sólo una madre sin otras aspiraciones. No me arrepiento de Oliver, nunca lo haré, pero hay días en que siento que perdí a la Anastasia que quería comerse el mundo.

El tintineo de la puerta me saca de mis pensamientos. Lou entra, con su melena roja y sus tacones de oficina.

—¡Buenas buenas! —exclama, y enseguida la tengo apuntándome con su dedo inquisidor—. Mi café con hielo y una explicación de lo que significa un mensaje que dice: "No te lo vas a creer", y un huevo de exclamaciones. Eso no se hace, ¿sabes? Me tiré todo el día de ayer esperando eso que no me iba a creer. Eres una perra de amiga.

Lou trabaja lo suficientemente cerca —literalmente en la acera de enfrente—, como para que esta escena sea típica.

Le preparo el café y miro a Marta por encima del hombro.

—¿Puedo cogerme el descanso ahora? —En cuanto asiente, Lou y yo ya hemos plantado el culo en una de las pocas mesas—. Vale, no te he contado de mi vecino de enfrente, pero pasaron cosas cuando volví en taxi de la fiesta.

—¿Qué cosas?

—Cosas. Como sexo, mucho sexo del bueno.

Lou suelta un chillido que hace que Carla levante la vista desde el mostrador, con una ceja arqueada.

—¡¿Vas enserio?! —susurra, aunque su susurro es más bien un grito contenido—. ¿Quién es ese vecino? ¿Es guapo? ¿Tienes foto? Dime todo, Stas, ya.

Me río, pero siento el calor subiéndome a las mejillas. No recuerdo haber tenido una noche así desde... pfff, ni me acuerdo. Y Leo me hizo de todo. Y llevo desde que ayer salí de su piso sin quitármelo de la cabeza.

—Es guapísimo, más que guapo. Y está todo tatuado hasta casi... ya sabes —apunto abajo y ella abre los ojos.

—¿Enserio?

—Ajá. Fue una pasada de noche. Tengo su mano entera marcada en el culo.

Lou se echa a reír y la mesa tiembla con su café a medio beber.

—Te hacía falta, ¡mira que sonrisa boba! —exclama, pinchándome la sonrisa con un dedo—. ¿Y qué más?

—Poco más... —Mucho más, pero cada vez que lo pienso tengo que apretar las piernas y coger aire—. Hablé con Trevor ayer, cuando llevó a Oliver a casa. Sus padres creen que estoy siendo una zorra insensible por alejarlo de su padre y sus abuelos. No con esas palabras, pero es como me sonó. Al parecer "estoy rompiendo mi familia".

Lou pone los ojos en blanco, chasqueando la lengua. Siempre ha sido lo mismo con Trevor y su familia. Se creen que por tener dinero pueden controlarlo todo, como mi vida.

—Es un idiota de mamá y papá. Por favor, si tiene casi treinta y no quiere independizarse. —Se mira el reloj, y salta de la silla—. M****a, voy tarde. ¿Puedes darme uno de los pastelitos de frambuesa, porfi?

Clara se lo regala y yo respiro hondo y vuelvo al mostrador.

---

Salgo de la cafetería con el tiempo al cuello para recoger a Oliver, que salta a los asientos traseros del coche y se pone a dar brincos cuando ve la caja. Para no tirar la repostería casera, Clara suele dejar que me traiga una caja llena de pasteles y galletas a casa. Hoy me he traído un surtido de pasteles rellenos y un café gigante que sigue ardiendo cuando llegamos al edificio.

—Joder —siseo, haciendo malabares con mi bolso, la mochila de dinosaurios, el café caliente, las llaves y un trozo de cartón.

—¡Hay muchos de chocolate, mamá!

Consigo abrir la puerta como puedo, la estoy sujetando con el culo para que Oliver pase cuando alguien lo hace por mi. Unos dedos tatuados, unas líneas oscuras de tinta que le cubren la mano entera y se esconden bajo la manga de su chaqueta de cuero.

Creo que es esa mano la que tengo marcada en el culo.

—Gracias.

Leo me da un asentimiento de cabeza. ¿Deberíamos hablar de algo respecto a...?

—¿Necesitas ayuda?

Enseguida se me caen los hombros con alivio.

—Por favor —suplico, y suspiro aliviada cuando me coge el trozo de cartón que sujetaba con dos dedos y el café—. Cuidado, está quemando. Debería haberte avisado antes.

—No, está bien. —Asiente, y cuando levanto la vista me doy cuenta de que ya me está mirando y yo no sé cómo actuar. ¿Qué me pasa?

Un calor me sube por el estómago, es extraño, y aprieto los labios porque creo que si sonrío voy a parecer una tonta adolescente. << Espabila, Stas >> Estoy semi-estancada en sus ojos verdes oscuros, y en el mechón de pelo revuelto que le cae por la frente.

—¿Quieres uno? —Oliver le ofrece la caja de pasteles.

—Son de la cafetería dónde trabajo, están buenos. Y le ahorrarás un subidón de azúcar —añado, intentando sonar casual.

Leo está tan cerca en el ascensor que siento su calor, el olor a colonia y a tabaco, que me transportan dos noches atrás. Mi cuerpo reacciona antes que mi cabeza: el corazón me late en los oídos, mis mejillas arden, y hay un cosquilleo entre mis muslos que no puedo ignorar. Es como si él llenara todo el espacio, como si el aire se volviera más denso con cada segundo que pasa. Y es porque yo nunca, jamás de los jamases, he estado cerca de un hombre tan atractivo como este.

Leo mira la caja abierta, y a Oliver ofreciéndosela. Estiro la mano para quitarle el flequillo rubio de la cara y me sonríe con tanta inocencia que me derrite el corazón.

—¿Alguna recomendación? —me pregunta.

Me sale una sonrisa sincera, podría hablar de los pasteles de Clara toda la tarde.

—El de fresa es mi favorito.

—Chocolate mejor —opina Oliver.

—O le podemos dar de los dos, ¿no te parece? Tú siempre tienes —sugiero. De verdad que no quiero lidiar con un subidón de azúcar.

Arruga la nariz, pero al final acepta y llegamos a nuestra planta.

Dejo la caja de pasteles y el bolso en la mesita de la entrada, y me giro para ver a Leo apoyado en el marco de su puerta, con el cartón y mi café todavía en las manos. Me está mirando, y joder, esa mirada. Es como si pudiera ver cada pensamiento sucio que tengo desde aquella noche.

—Gracias por la ayuda —digo, acercándome para recuperar el cartón y el café. Nuestras manos se rozan, y siento un chispazo que me sube por el brazo. << Para, Stas >>

—No hay de qué —responde, con esa voz grave que me hace cosas. Se mete las manos en los bolsillos, como si también estuviera intentando mantenerlas quietas.

Estoy a un segundo de distancia de ofrecerle pasar a tomar un café, pero es demasiado complicado; tengo a Oliver, un proyecto de macarrones por delante y, por si no ha quedado claro, soy madre soltera. ¿A quién le gustan las madres solteras?

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