ANASTASIA
Ayer, después de que Leo me contara su charla con Oliver, no pude dormir. Me pasé la noche dando vueltas, pensando en cómo abordar esto, en cómo explicarle a mi hijo de trece años por qué su familia es un rompecabezas con piezas que no encajan. No quiero llenarle la cabeza de rencor, pero Leo tiene razón: Oliver ya no es un niño pequeño. Está empezando a hacer preguntas, a atar cabos, y si no le doy respuestas, alguien más lo hará, y no de la manera que quiero.
Toda la casa está despierta a estas horas, menos Oliver. Sé que estuvo jugando con la consola hasta tarde.
Cuando oigo sus pasos bajando las escaleras, mi estómago se tensa. Lleva el pijama arrugado y el pelo revuelto, y aunque intenta parecer despreocupado, hay algo en su postura. Se acerca, arrastrándose descalzo, y me besa la mejilla.
—Buenos días, mamá —dice, con esa voz que ya no es la de un niño, pero que todavía tiene un eco de suavidad.
Ha pegado tanto el estirón que ya no me pide ayuda para bajarle la caja de