LEO
El miércoles tenía pinta de ser un día de mierda. Tengo que madrugar más de lo usual para abrir el estudio y tengo la agenda llena: una pareja con tatuajes a juego, una tía que sólo quería enseñarme las tetas, terminarle el puto cuervo a Alex y otras personas —que parecen cientas— tatuándose sus gilipolleces sacas de Internet.
Para cuando cierro el estudio, estoy reventado, con las manos oliendo a tinta y la cabeza zumbando. Marko me arrastra al bar de la esquina. Lo necesitaba.
—¿Por qué coño Joe no ha venido? —me quejo. Ese viejo cada vez aparece menos—. Le voy soltar las llaves en la cara.
—Porque se está retirando sutilmente —Marko levanta su cerveza, con esa sonrisa de cabrón que siempre lleva—. Y nos va a traspasar el estudio.
Llevo desde los dieciocho trabajando en el estudio, Joe ya era viejo y ahora lo es aún más, y desde el día uno lleva diciendo que cuando se jubile nos dejará el negocio. Marko y yo empezamos juntos, a duras penas nos graduamos del instituto, éramos dos