Patrick Adler, un hombre de 35 años marcado por un divorcio y la rutina, toma cada noche un tren que no figura en ningún horario oficial. Allí conoce a Paulette, una mujer que le resulta inquietantemente familiar. Sus charlas nocturnas se convierten en el único respiro de su existencia. Sin embargo, el tren comienza a comportarse de forma extraña: estaciones fantasmas, reflejos alterados y advertencias de un anciano que le dice que no recuerde demasiado rápido. Poco a poco, Patrick descubre la verdad: está muerto, y el tren es un ciclo mental donde enfrenta sus culpas y deseos no cumplidos. Paulette no es real. Es el eco de una vida que nunca tuvo. Al final, Patrick deberá decidir si permanece en la ilusión o acepta la verdad. Solo al dejarla ir, el tren se detiene… pero su reflejo queda, esperando al próximo pasajero.
Leer másLa noche me recibió con un aire gélido que me caló hasta los huesos en cuanto crucé las puertas automáticas del edificio donde trabajo. Ese complejo moderno de acero y vidrio, un edificio cuadrado y sin personalidad en el extremo norte de Hamburgo, donde pasaba mis días absorto en pantallas, códigos y problemas que, a veces, resultaban más interesantes que mi propia vida.
Eran cerca de las once y media de la noche, tal vez unos minutos más, la hora exacta se me escapaba, porque llevaba horas mirando la pantalla con la mente en blanco y el corazón aún más vacío de lo normal.
Hacía poco más de dos semanas que me habían asignado un turno especial, un “experimento” según mi jefe, para ajustar nuestros sistemas de seguridad a altas horas de la noche. Mi estado de ánimo me había llevado a aceptar sin protestar.
“¿Qué diferencia había entre trabajar de día o de noche cuando se ha perdido todo sentido de pertenencia?”
Respiré hondo, como buscando un poco de humanidad en el aire, lo único que sentí fue el soplido invernal clavándose en mi garganta y envolviendo mi rostro, observé la calle, los faroles proyectaban su luz amarillenta contra la neblina, creando un efecto espectral.
Era enero, el mes que en Alemania puede regalar días sombríos llenos de nieve y poca humedad, la primera nieve ya se había derretido durante la tarde, dejando un rastro de charcos helados en cada esquina y un lodo gris que manchaba mis zapatos mientras me dirigía hacia la estación del tren.
“Un día más en este ciclo”, pensé con un suspiro que se transformó en vaho.
El asfalto, reflejando las luces mortecinas, me recordaba que, a esa hora, la ciudad prácticamente dormía, no era como las otras ciudades del país, en Hamburgo, las cosas son diferentes, al menos en esta época del año.
Solo un par de autos pasaban de vez en cuando, sus faros atravesaban la penumbra de la noche.
Crucé la calle casi sin mirar, porque no había tráfico, y me encaminé hacia la estación de tren. Mis manos, que apenas sentía, se hundían en los bolsillos de mi abrigo.
El viento que soplaba entre los edificios parecía colarse por cualquier rendija de mi ropa, enfriándome el cuerpo y el alma. Cada paso se sentía pesado, como si caminara cargando el peso de mis propios recuerdos.
Mientras me acercaba a la estación, un edificio con muros de ladrillo ennegrecidos por el tiempo, me vino a la cabeza la idea de que quizá debería haber tomado un taxi.
Pero no fue así, a esa hora, con mi nuevo horario, no me apetecía tener que mantener una conversación casual con un conductor desconocido ni soportar la música estridente de la radio. Además, la rutina me empujaba a tomar el tren, era mi última pequeña aventura del día, o eso quería creer.
La estación estaba casi desierta, un par de personas esperaban, acompañadas de las luces fluorescentes parpadeando en el vestíbulo de entrada, dándole al espacio una atmósfera fantasmal, escuchaba el eco de mis propios pasos rebotar contra las paredes y de vez en cuando, un anuncio automático rompía el silencio, informando horarios de trenes que ya habían pasado o de otros que saldrían al día siguiente temprano.
Nada indicaba que aún hubiese un tren a esa hora.
Sin embargo, yo debía intentarlo, después de todo no era el único, estaba convencido de que, por lo general, el último tren salía alrededor de las once y cuarenta, casi a medianoche.
Aceleré un poco el paso, quizás por temor a haberlo perdido, aunque parte de mí deseaba llegar a casa y encerrarme en mi habitación, una contradictoria mezcla de cansancio y ansiedad me invadía últimamente día tras día como si estuviera atrapado en un bucle.
Me detuve un instante junto al panel electrónico de los horarios y miré con atención la pantalla donde se listaban las llegadas y salidas, todo estaba en blanco para el resto de la noche.
Con un suspiro, comprendí que ese supuesto tren de las once y cuarenta ya no figuraba ahí.
—Genial… —murmuré para mí mismo, sintiendo el peso del cansancio acumulado en mis hombros, la brisa helada de la noche me golpeó el rostro, recordándome lo inhóspito que era aquel lugar a esas horas, froté mis manos en un intento inútil de entrar en calor mientras miraba a mi alrededor, buscando alguna alternativa—. Tendré que esperar al primer tren de la mañana o buscar un taxi…
Mis ojos se cerraron un segundo, reflexionando sobre la suerte que me había tocado.
En esos días, mi mente se encontraba en un estado extraño, ni siquiera podía quejarme con energía.
Un divorcio reciente, el distanciamiento de mi familia y el cansancio acumulado habían limado mi carácter hasta dejarlo plano, sin relieve emocional alguno.
Me encaminé hacia los andenes, más por inercia que por lógica.
No esperaba ver nada allí, pero sentía la necesidad de confirmar por mí mismo que no había más trenes, avancé por un pasillo largo, flanqueado por azulejos de un color indefinible entre el verde y el gris, con charcos formados por la nieve derretida que se filtraba desde el exterior.
Cada gota que caía desde el techo hacía un sonido monótono y repetitivo, un “ploc” que se repetía como un metrónomo.
Cuando llegué al último anden, la noche se había asentado con firmeza, la neblina se había hecho más espesa, y apenas podía ver más allá de unos cuantos metros.
Por un momento, pensé que tal vez ya eran más de las doce y que el servicio nocturno se había suspendido por completo.
El silencio era sepulcral, roto únicamente por el gemido lejano del viento colándose por las vías.
Me aproximé al borde del andén, con cuidado de no resbalar en el hielo, observé la lejanía de las vías, apenas distinguiendo la silueta de un semáforo ferroviario que parpadeaba en rojo, solo había un par de personas más allá de mi anden, pero lucían igual desesperanzadas, ni siquiera había un empleado de la estación. Me sentí extrañamente expuesto, como si la noche pudiera tragarme de un momento a otro.
Decidí que lo mejor era irme, tomar un taxi y ya sabes, gastar algo de lo que no me alcanzaba, pero era mi única chance para llegar a casa esa noche.
Fue entonces escuche un sonido.
Cuando devolví la mirada hacia atrás, a la distancia observé una luz tenue que se movía en mi dirección, parpadeé varias veces, pensando que era algún efecto de la niebla, un reflejo de algo, pero la luz se acercaba en un ritmo constante, creciendo en intensidad.
Podía percibir el sonido de un traqueteo, primero casi imperceptible y luego más claro, como si un tren realmente estuviera aproximándose.
—Vaya, estoy de suerte esta noche… —murmuré en un susurro inquieto, repasando mentalmente el horario que había visto en la pantalla. No había ningún tren programado—. ¿Qué diablos está pasando? No lo sé, pero lo agradezco.
Su pregunta me tomó por sorpresa.—No… ¡claro que no! —me apresuré a negarlo—. Solo… tenía que verificar.Ella me guiñó un ojo y yo me descubrí riendo, una risa genuina que no recordaba haber soltado en mucho tiempo.Sin embargo, el ambiente no dejó de ser inquietante en el resto del vagón.La penumbra, el traqueteo y esa sensación de que en cualquier momento algo podía irrumpir nos mantenían en un estado de extraña tensión. A veces, un chirrido más fuerte de las ruedas nos hacía callar de golpe, otras, las luces parpadeaban con mayor velocidad, provocando que viéramos sombras moverse en los rincones.De pronto, el traqueteo cambió de tono y el vagón tembló con más fuerza de la habitual, sentí una vibración que me obligó a sostenerme de uno de los asientos para no caer. Paulette hizo lo propio, aferrando los brazos de su banca.—¿Qué pasa? —solté, con un nudo en la garganta.Miré por la ventana, pero la niebla y la oscuridad me impedían ver el exterior con claridad. Solo adivinaba la
De pronto, las luces del vagón titilaron con violencia, parpadeando durante dos o tres segundos antes de estabilizarse, ambos alzamos la mirada al techo al mismo tiempo.—Eso fue raro —dije, intentando recuperar la compostura.—Mucho —asintió ella, con una expresión algo más seria.Mi mente volvió a los detalles del vagón, el anciano, los periódicos, un ambiente semejante a un limbo.—¿Llegaste a ver al anciano de nuevo? —pregunté con gran interés por saber más de él.—Sí —Paulette bajó la voz, como si temiera que la pudieran oír—. No dijo mucho, la verdad, simplemente me dedicó una mirada enigmática y continuó hacia los vagones de adelante. Parece que él se monta antes que nosotros.—Es extraño —musité—. Tal vez trabaja en el tren y no nos lo dijo.Ella asintió, pensativa, y luego nuestros ojos se encontraron.Experimenté un cosquilleo en la base de la nuca, esa misma familiaridad inquietante.Guardamos silencio por un instante. Entonces, con tono más casual, le dije.—Por cierto… ha
Cuando al fin divisé la estación ferroviaria, me embargó un suspiro de alivio, al menos allí me aguardaba un lugar cubierto, aunque fuera un sitio tan frío y fantasmal como la noche anterior.Entrar en el vestíbulo fue como sumergirse en un túnel de concreto y ladrillo, las mismas luces fluorescentes parpadeantes, el mismo zumbido incesante de la maquinaria de la estación y la misma soledad absoluta.Un par de máquinas de autoservicio se alzaban contra la pared, inertes, mostrando un “FUERA DE SERVICIO” en la pantalla.Me detuve unos segundos frente al panel digital de horarios, más por costumbre que por esperanza, ningún tren aparecía listado a esa hora, había un hueco hasta las 5:15 de la mañana, que era el primer tren del día siguiente, la misma situación de la noche anterior.Me pregunté si esta vez sería igual, avancé hasta el andén número ocho, el mismo al que fui la otra noche, mis pasos resonaron con un eco amortiguado por la neblina que se colaba incluso dentro de la estación
El zumbido de la computadora me parecía más ensordecedor que de costumbre.Las últimas líneas de código en la pantalla se movían con lentitud ante mis ojos cansados, como si cada letra se difuminara en lugar de definirse con claridad, eran cerca de las once de la noche y, una vez más, me encontraba en la oficina, mi espacio impersonal revestido de paneles grises y ventanales donde mi reflejo se fundía con la negrura exterior.Agotado, terminé de escribir un comentario en el código, guardé el archivo y cerré el editor.No podía concentrarme, mi mente volvía una y otra vez al tren de la medianoche, al encuentro con Paulette y a la forma en que ella había desaparecido con mi maletín la noche anterior.Me quedé un momento mirando la pantalla en blanco, preguntándome si todo lo que había vivido apenas unas horas antes había sido real, el olor a café rancio y el reflejo de mi rostro pálido en el monitor me devolvieron a la realidad, si fue un sueño, había sido un sueño peligroso.Había perd
—¡No, no… detente! —grité, golpeando la puerta, que se cerró en mis narices de manera súbita.La vi a través del cristal, con los ojos asustados, mientras el tren se alejaba, todo ocurrió tan rápido que apenas pude reaccionar.Corrí por el andén, como si pudiera alcanzarlo, pero fue inútil.El convoy desapareció en la siguiente curva, dejando tras de sí solo un eco mecánico.Me quedé allí, estático, con el pulso desbocado y la respiración entrecortada.Paulette… se había quedado dentro del tren que no sabia a donde se dirigía.El frío de la noche me golpeó con más fuerza, intenté pensar con claridad, pero mi mente era un torbellino de preguntas y culpa.¿Cómo podía haberla dejado atrapada en ese tren sin saber a dónde iba?Respiré hondo y me dirigí a la salida de la estación, con la sensación de que todo esto no había terminado.Las calles estaban casi a oscuras, iluminadas solo por un par de farolas que parpadeaban.El viento gélido me azotó el rostro, recordándome que seguía siendo
Parecía inmutable, como si no escuchara nuestros golpes o simplemente no quisiera responder.Probé varias veces más, pero todo fue en vano.—No tiene sentido —protesté, frustrado, sintiendo cómo la incertidumbre me carcomía por dentro—. ¿Por qué no responde? ¿Está sordo, dormido… o qué le pasa?Paulette se frotó los brazos, como si la desesperación le helara aún más el cuerpo.—No lo sé —murmuró, frunciendo el ceño con preocupación—. Pero no podremos forzar la puerta sin herramientas.Deslicé la mano por la superficie metálica, como buscando una forma de abrirla. Inspiré hondo, intentando calmarme.—Regresemos al vagón donde estábamos —propuse, intentando mantener la calma a pesar del creciente desasosiego—. Tal vez podamos bajar en la próxima estación o averiguar si en verdad este tren hace alguna parada.Paulette asintió y volvimos sobre nuestros pasos.El primer vagón que dejamos atrás se veía más dañado de lo que recordaba. Los asientos estaban raídos, las cortinas desgarradas col
Último capítulo