El zumbido de la computadora me parecía más ensordecedor que de costumbre.
Las últimas líneas de código en la pantalla se movían con lentitud ante mis ojos cansados, como si cada letra se difuminara en lugar de definirse con claridad, eran cerca de las once de la noche y, una vez más, me encontraba en la oficina, mi espacio impersonal revestido de paneles grises y ventanales donde mi reflejo se fundía con la negrura exterior.
Agotado, terminé de escribir un comentario en el código, guardé el archivo y cerré el editor.
No podía concentrarme, mi mente volvía una y otra vez al tren de la medianoche, al encuentro con Paulette y a la forma en que ella había desaparecido con mi maletín la noche anterior.
Me quedé un momento mirando la pantalla en blanco, preguntándome si todo lo que había vivido apenas unas horas antes había sido real, el olor a café rancio y el reflejo de mi rostro pálido en el monitor me devolvieron a la realidad, si fue un sueño, había sido un sueño peligroso.
Había perdido mi maletín, mis documentos de trabajo y, sobre todo, había dejado atrás una parte de mí que seguía pensando en esa mujer de ojos verdes.
—Mañana me espera otra jornada, pero hoy… debo volver a ese tren —me dije en voz baja, cerrando los ojos con cansancio.
Con ese pensamiento, apagué el computador y coloqué con torpeza mi taza de café vacía en un rincón del escritorio.
El silencio de la oficina, normalmente tranquilo, se había convertido en un recordatorio de mi aislamiento, todos se habían marchado horas antes, solo el clic de la iluminación de emergencia rompía la quietud.
Me puse la chaqueta, pasé una mano por mi cabello para intentar peinarlo y me encaminé a la salida, sintiendo en mi interior un hormigueo de ansiedad que no me abandonaba.
De camino al vestíbulo, me crucé con uno de los limpiadores nocturnos, un hombre enjuto con audífonos en sus oídos, le saludé, pero mi saludo quedó en el aire.
“Ni siquiera se dignó a mirar en mi dirección, probablemente no me oyó” Pensé.
Sentía un nudo de incertidumbre tras los sucesos de la noche anterior, y cualquier pequeña señal de indiferencia me golpeaba como un recordatorio de que algo se había quebrado en mi vida.
Atravesé el largo pasillo que conducía hasta la salida, con las luces blancas parpadeando sobre mi cabeza.
A lo lejos, distinguí la figura de Herr Krüger, el guardia de seguridad que siempre se sentaba en su garita junto a la puerta principal, era un hombre de unos sesenta años, con canas abundantes y un bigote grueso que se agitaba ligeramente con su respiración.
Desde mi primer día en el turno especial, acostumbrábamos a intercambiar un breve saludo, nada muy profundo, pero al menos era un contacto humano.
—Buenas noches, Herr Krüger —murmuré, acercándome al torno de salida.
Me detuve a un par de metros de él, esperando el gesto habitual de su cabeza y alguna frase de respuesta, pero el vigilante siguió mirando su película en la tv, ni se inmuto.
“Tal vez no me escuchó” pensé, repetí un poco más alto.
—Buenas noches, Herr Krüger.
Esperaba, como cada noche, una mínima reacción, un gesto con la cabeza, un murmullo amable, una mirada fugaz.
Pero nada.
Ni siquiera un pestañeo que indicara que estaba consciente de mi presencia.
Una punzada de desasosiego me recorrió el pecho.
“No puede ser”, pensé. “Debe haber alguna explicación.”
Me acerqué hasta quedar justo enfrente de la ventanilla donde él solía levantar la mirada para verificar la tarjeta de acceso.
Me detuve, inmóvil, esperando.
Sus ojos seguían fijos en la pantalla de vigilancia, completamente absorto, fruncí el ceño y, con un gesto casi mecánico, levanté la mano y la apoyé suavemente sobre el vidrio.
Fue entonces cuando sucedió algo extraño.
Herr Krüger abrió los ojos de golpe, como si acabara de despertar de un mal sueño, su mirada se clavó en la ventanilla con una expresión de sobresalto genuino, casi de pánico.
Su cuerpo se tensó de inmediato y se incorporó torpemente de la silla, como si intentara disimular que había sido sorprendido haciendo algo indebido.
Sonrió con nerviosismo hacia la pantalla, pero no hacia mí, y comenzó a ordenar unos papeles sin demasiado sentido.
“¿Me habrá visto?”, me pregunté.
Tal vez se sintió avergonzado por estar viendo televisión en horas de servicio y fingió ignorarme, no sería la primera vez que alguien actúa como si nada para evitar una reprimenda.
Sin más, pasé mi tarjeta por el torno, la luz verde parpadeó, permitiéndome la salida, eché una última mirada por encima del hombro.
Herr Krüger seguía de pie, con la frente perlada de sudor, observando el vidrio, como si intentara entender algo que no lograba procesar.
Ignoré el escalofrío que me recorrió la espalda.
Dejé escapar el aire contenido en mis pulmones y seguí.
El viento nocturno me azotó la cara con un soplo gélido, recordándome que todavía era enero y que Hamburgo podía volverse terriblemente fría durante el invierno. ¿Por qué me sentía más solo que de costumbre? Quizá todo lo que había vivido la noche anterior había afectado mi percepción.
Me refregué los ojos, intentando desechar aquella sensación ominosa de ser... extraño para el mundo.
Como si estuviera presente, pero al mismo tiempo, fuera de lugar.
—No quiero pensar en eso —musité, revisando que llevara mi billetera y las llaves de casa.
En mi interior, sin embargo, la duda bullía con fuerza.
“¿Me estaré desconectando de la realidad? ¿O es la realidad la que se desconecta de mí?”
El trayecto desde la oficina hasta la estación de tren era de apenas quince minutos a pie, pero esta vez el camino se me antojó mucho más largo, el asfalto parecía alargarse con cada paso, y la niebla era tan espesa que las farolas apenas lograban iluminar un radio de un par de metros.
Observé el cielo nublado, no se veían estrellas, ni la luna, ni nada que pudiera darme un ancla en la noche.
Metí las manos en los bolsillos, intentando conservar algo de calor, aunque el viento helado se colaba por cada rendija de mi abrigo.
Cada cierto paso, me volvía con la sensación de que alguien me seguía, escuchaba un suave crujido, un eco de pisadas en la acera, pero al girarme, solo encontraba la bruma impenetrable, las fachadas de los edificios y ninguna presencia humana.
Los latidos de mi corazón se aceleraban cada vez que lo comprobaba.
Hice un esfuerzo consciente por aligerar el paso, deseando llegar cuanto antes a la estación.
"Quizá el tren ya paso", pensé, con un extraño vuelco en el estómago.
El mero hecho de contemplar esa posibilidad me inquietaba, el tren era irreal, amenazante… pero, al mismo tiempo, me ofrecía la única oportunidad de averiguar qué había pasado con mi maletín y con Paulette. Necesitaba verla otra vez, necesitaba respuestas, o quizá solo necesitaba aferrarme a la idea de que no estaba loco.
Al doblar la esquina que daba a la gran avenida, noté que ni un solo coche circulaba por la calle, las tiendas de las aceras estaban cerradas, las persianas bajadas y las luces interiores apagadas, el eco de mis pasos se repitió como un metrónomo irregular.
"¿Dónde está todo el mundo?", me pregunté, sintiéndome como el único superviviente de una catástrofe.