El tren avanzaba con un ritmo monótono, y apenas se veían luces de poblaciones cercanas a través de la ventanilla. Las vías del tren subterráneas de vez en cuando salían, pero rodeaban los poblados y no atravesaban la ciudad central.
De vez en cuando, divisaba la sombra de alguna edificación, o la silueta de árboles en fila, como soldaditos deformes emergiendo de la penumbra a la distancia.
Intenté distraerme con mis pensamientos acerca del trabajo, los proyectos, el código que debía depurar, pero mi mente se resistía a enfocarse en esas banalidades, estaba cansado, sí, pero no me sentía con sueño.
Una parte de mí se mantenía alerta, como si presintiera que esa noche algo importante iba a suceder.
El traqueteo acompañaba mis reflexiones, de vez en cuando, sentía el vagón dar un leve salto, como si pasáramos por un tramo de vías mal ajustadas, intentaba no prestar atención a esa incomodidad física y, en cambio, me enfocaba en la atmósfera, la penumbra, la humedad, el olor extraño y la presencia silenciosa de aquella mujer y del anciano en la parte trasera.
Mi divorcio, pese a haber ocurrido hacía ya varios meses, seguía siendo una herida abierta.
Recordar los momentos felices con mi exesposa era como clavarme una espina, doloroso y punzante y, sin embargo, la soledad era más dañina aún, me veía a mí mismo como un náufrago en un mar de incomprensión, dejando que los días pasaran sin propósito, anhelando una segunda oportunidad que no llegaba y posiblemente no llegaría.
“¿Por qué este tren me provocaba tantas sensaciones encontradas? ¿Acaso era el cansancio o la sugestión de la hora?”
A veces, la mente humana juega malas pasadas cuando está sometida al agotamiento, pero esto… esto se sentía demasiado real y lo peor era que no lograba desprenderme de la idea de que, de alguna manera, yo ya había estado en un lugar así, en un contexto algo similar.
Pasaron unos minutos más, o quizá media hora; el tiempo perdía nitidez en aquel ambiente.
Me di cuenta de que el tren no había hecho ninguna parada, cosa extraña en un servicio regional que suele detenerse en varios puntos intermedios.
Decidí que era el momento de buscar algún tipo de explicación, tal vez un letrero o un mapa de rutas dentro del vagón.
Me puse en pie, con cuidado de no tambalear demasiado, y avancé por el estrecho pasillo. Eché un vistazo a las ventanas de los otros asientos; todas mostraban la misma vista confusa y brumosa.
El tren se mecía con suavidad, como si navegáramos en un océano nocturno.
Al llegar a la intersección con el siguiente vagón, noté un rótulo enmarcado, posiblemente un viejo mapa de rutas, la superficie estaba algo desgastada, pero conseguí leer el nombre de varias paradas y la línea que, en teoría, recorría, reconocí algunos lugares, aunque ninguno coincidía con el trayecto que debía tomar para llegar a mi zona.
—Esto no me sirve de nada —susurré, sintiendo un leve temblor en mi voz.
Fue en ese momento cuando percibí un susurro a mi espalda, como el roce de una tela o unos pasos lentos, me giré, y ahí estaba la mujer del abrigo oscuro, observando el mismo mapa, sus ojos verdes me miraron con una mezcla de curiosidad y reserva.
—Tampoco lo entiendo —dijo en voz baja, como si temiera romper la atmósfera de silencio que había en el vagón.
Su acento alemán era claro, aunque su voz tenía un matiz suave, casi musical, que me recordó al francés, me quedé mudo por un instante, sorprendido de que hablara.
Entonces, me esforcé por responder algo coherente.
—¿Tú… tampoco habías visto este tren antes? —pregunté, tal vez con demasiada impaciencia.
—No, y he tomado trenes toda mi vida —contestó, desviando la mirada hacia el mapa frente a nosotros—. Pero esta ruta no coincide con nada que conozco —aclaró, mientras yo observaba sus ojos, esos ojos tan familiares que me inquietaban, sabía que los había visto antes, pero no entendía de dónde.
Nos quedamos callados unos segundos, escuchando el traqueteo y sintiendo la vibración bajo nuestros pies, ella cerró los ojos, como intentando hilar sus propios pensamientos.
Yo, por mi parte, me debatía entre lanzar más preguntas o guardar silencio. Finalmente, opté por presentarme.
—Soy Patrick —dije con un tono algo más amistoso, intentando romper la barrera silenciosa entre nosotros.
—Paulette —respondió ella, con una leve pausa, como si su nombre cargara un peso que no alcanzaba a descifrar.
Nos estrechamos la mano con cierta cautela, la suya estaba helada, fue un roce breve, pero marcó un extraño latido en mi pecho, como si una parte de mí reconociera ese contacto, me esforcé por no demostrar mi desconcierto y volví a centrar mi atención en el mapa.
Regresé a mi asiento y ella se sentó en uno contiguo, no el mismo, pero sí lo bastante cerca para continuar la conversación si lo deseábamos, miró por la ventana con una expresión de anhelo, como quien busca una luz en la oscuridad.
—¿Vives lejos de aquí? —aventuré a preguntarle, parecía que su horario era similar al mío, pues no sabría qué otra razón tendría alguien para tomar el tren a estas horas.
—No demasiado. Empecé a trabajar al otro lado de la ciudad y, supuestamente, debía tomar el último tren de las once y veinte, pero me retrasé y, cuando llegué a la estación, no había más salidas… hasta que apareció este tren —Paulette se encogió de hombros con una sonrisa triste, cargada de una melancolía que parecía ir más allá de lo que decía. Sus dedos jugaron distraídamente con el borde de su abrigo, como si la historia tuviera un peso que no quería revelar del todo—. Y aquí estoy —añadió con un susurro casi resignado, antes de soltar una leve sonrisa avergonzada, de esas que no nacen de la felicidad, sino de la cortesía.
No pude evitar devolverle la sonrisa, aunque la mía fue más torpe, más genuina en su fragilidad.
Algo en su tono me removió por dentro, como si su historia resonara con la mía de una manera que no podía explicar, y, por primera vez en mucho tiempo, sentí algo diferente al vacío.
Yo asentí, sintiendo un breve calor de empatía, al menos no era el único que se encontraba en esa situación inexplicable, pasé mis manos por mis mejillas, tratando de disipar el entumecimiento que la noche y la confusión que me provocaban.
—En mi caso, salí del trabajo tarde y esperaba encontrar el tren de las once cuarenta, pero tampoco estaba en los horarios. Sin embargo, apareció este en las vías —hice una breve pausa, recordando el momento exacto en que lo vi llegar, deslizándose entre la niebla con un silencio antinatural—. Me pareció… un golpe de suerte.
Lo dije sin estar seguro de que lo fuera, la palabra suerte sonaba extraña en mi boca, como si no me perteneciera.
“¿Desde cuándo algo en mi vida era una coincidencia afortunada?”
Sin embargo, ahí estaba, sentado frente a una mujer cuya mirada despertaba en mí una sensación de familiaridad inquietante.