Capítulo 6

Parecía inmutable, como si no escuchara nuestros golpes o simplemente no quisiera responder.

Probé varias veces más, pero todo fue en vano.

—No tiene sentido —protesté, frustrado, sintiendo cómo la incertidumbre me carcomía por dentro—. ¿Por qué no responde? ¿Está sordo, dormido… o qué le pasa?

Paulette se frotó los brazos, como si la desesperación le helara aún más el cuerpo.

—No lo sé —murmuró, frunciendo el ceño con preocupación—. Pero no podremos forzar la puerta sin herramientas.

Deslicé la mano por la superficie metálica, como buscando una forma de abrirla. Inspiré hondo, intentando calmarme.

—Regresemos al vagón donde estábamos —propuse, intentando mantener la calma a pesar del creciente desasosiego—. Tal vez podamos bajar en la próxima estación o averiguar si en verdad este tren hace alguna parada.

Paulette asintió y volvimos sobre nuestros pasos.

El primer vagón que dejamos atrás se veía más dañado de lo que recordaba. Los asientos estaban raídos, las cortinas desgarradas colgaban como restos de un pasado abandonado, y una bombilla parpadeante le daba al lugar un aire de hospital descompuesto.

Una pareja dormía abrazada en uno de los extremos, ajena a todo, el hombre tenía la boca abierta y el cuello torcido de forma incómoda; la mujer apoyaba la cabeza en su pecho, con una expresión de paz inquietante.

En el siguiente vagón, dos jóvenes miraban sus teléfonos con una concentración casi reverencial, como si los dispositivos fueran su única ancla a una realidad que ya no entendían.

El aire olía a alcohol y sudor, y una mochila abierta dejaba ver varias latas vacías, uno de ellos alzó la vista por un instante al vernos pasar, pero volvió a hundirse en la pantalla con una sonrisa vacía, como si nos hubiera confundido con parte del decorado.

Vagón tras vagón, el deterioro parecía retroceder lentamente, cada nuevo compartimiento al que entrábamos lucía un poco más limpio, más intacto, como si estuviéramos caminando hacia el pasado, en uno, un anciano dormitaba con los brazos cruzados, y un sombrero viejo descansaba sobre su pecho, el traqueteo del tren parecía arrullarlo como a un niño, y su respiración era tan regular que por un momento dudé si seguía vivo.

Otro vagón parecía más nuevo, los asientos algo deteriorados pero el piso limpio, y las luces cálidas.

Había cuatro personas allí, una mujer con audífonos cerraba los ojos con un gesto plácido, como si estuviera escuchando una canción que la transportara lejos.

Un joven de traje escribía sin parar en una libreta, tan absorto que ni siquiera notó nuestra presencia, una pareja discutía en susurros, demasiado preocupados por sus propios conflictos para advertir lo absurdo de estar atrapados en un tren sin rumbo.

Nadie hacía preguntas. Nadie parecía molesto, ni inquieto, ni consciente de que algo podría estaba profundamente mal. Como si todos hubieran aceptado estar ahí… o como si no recordaran haber subido jamás.

De vez en cuando, creía sentir una corriente de aire helado que me erizaba la piel, me preguntaba si alguien más estaba preocupado por saber el destino al que nos dirigíamos, pues todos parecían muy resignados.

Al llegar a nuestro vagón, el tren se sacudió con brusquedad, aumentando la velocidad, y por un momento sentí un mareo.

Paulette me miró con inquietud.

—¿Estás bien? —preguntó, observándome con preocupación.

—Sí, solo… un poco mareado —murmuré, llevándome una mano a la sien—. Tal vez sea el cansancio.

Aunque en el fondo sabía que algo más estaba sucediendo, me sentía algo enfermo últimamente.

Nos acomodamos en los asientos, en mi interior se agitaba la sospecha de que escapar de ese tren no sería tan sencillo como bajarnos en la siguiente parada.

Paulette miró sus manos, visiblemente nerviosa, para distraerla, le pregunté más cosas personales.

Me habló de su nuevo trabajo y, con la misma cortesía, me devolvió las preguntas, yo solo le dije lo esencial, mi reciente cambio de turno en la empresa de software, mi agotamiento crónico, mis noches solitarias.

—En realidad, prefiero no llegar temprano a casa —susurré de pronto, confesando parte de la verdad mientras un suspiro escapaba de mis labios—. A veces… la soledad me aplasta allí encerrado.

Ella pareció comprender y no insistió.

Había en sus ojos un brillo de compasión, o quizá de reconocimiento, como si también arrastrara sus propios fantasmas.

El tren continuaba su curso cuando, de repente, sentí que empezábamos a aminorar la marcha.

El traqueteo se hacía más suave, y la velocidad descendía como si fuéramos a detenernos.

—¿Nos detendremos? —preguntó Paulette, poniéndose en pie con cierta inquietud reflejada en su mirada.

—Eso parece —murmuré, fijando la vista en la ventana mientras una extraña sensación de expectativa se instalaba en mi pecho.

Nos acercamos a las puertas, expectantes.

“¿Sería una estación?” Pensé rápidamente, usando ese pensamiento como un calmante a los nervios en mi interior.

El chirrido de los frenos me resultó casi tranquilizador.

Miré por la ventana y reconocí, entre la niebla de la noche, la estación cercana a mi casa.

Habíamos avanzado tanto en el tren, que al parecer estábamos llegando a donde yo solía bajarme a diario… o al menos a la estación que quedaba a unas cuantas calles de mi vivienda.

Las puertas se abrieron, dejando entrar una bocanada de aire helado, sin embargo, a diferencia de lo que hubiera sucedido en un tren normal, no hubo anuncio, ni empleados, ni más pasajeros bajando.

—¿Bajamos aquí? —preguntó Paulette, mirándome con incertidumbre.

—Sí, esta es mi parada, y la verdad necesito llegar a casa —admití, con cierta ansiedad reflejada en mi voz—. Al menos podré descansar.

Aunque una extraña sensación me decía que algo no encajaba del todo.

En cuanto puse un pie en el andén, me sorprendió lo desierto que estaba todo.

Claro, era muy tarde, pero aun así resultaba extraño, ni un solo vigilante, ni un alma en la taquilla.

Miré a Paulette, quien había dado un paso tras de mí, y casi me estremecí al ver lo frágil que parecía.

—¿Te hospedarás en algún hotel? —le pregunté, intentando sonar casual mientras la curiosidad me carcomía—. Puedo indicarte uno cercano, si así lo deseas.

Ella dudó.

—La verdad, no tengo un lugar fijo donde quedarme esta noche aquí —admitió, con un atisbo de incertidumbre en su voz—. Solo tengo miedo de que este tren no pare y me lleve más lejos de lo debido.

Ella se encogió de hombros, como si intentara restarle importancia a la inquietud que reflejaban sus ojos.

—Podría ayudarte a encontrar algo, un taxi al menos —ofrecí.

Paulette asintió con un tímido “gracias”.

Comenzamos a caminar por el andén, buscando la salida de la estación.

De pronto, me di cuenta de que había olvidado mi maletín en el asiento del tren, con mi portátil y documentos de trabajo adentro.

—¡Maldición, mi maletín! —exclamé, dándome la vuelta con urgencia.

Miré hacia las puertas abiertas y lo vi todavía allí, apoyado en el asiento junto a la ventana…

Sin pensarlo, caminé hacia él.

Pero Paulette estaba más cerca de la puerta y me dijo.

—¡Espera, te ayudo!

Fue más rápida que yo y, con una gran carrera, tomó el maletín.

Pero justo en ese instante, las puertas comenzaron a cerrarse con un chirrido metálico.

—¡Cuidado! —grité, entrando un paso en el vagón para sujetarla.

El tren, casi con saña, se puso en marcha súbitamente, logré aferrarme a la mano de Paulette, pero la fuerza del convoy en movimiento hizo que me tambaleara y la soltara.

Paulette cayó hacia el interior del vagón, todavía sosteniendo mi maletín, mientras que yo fui expulsado hacia afuera…

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