El tren a medianoche
El tren a medianoche
Por: LilRichi
El tren a medianoche.

La noche me recibió con un aire gélido que me caló hasta los huesos en cuanto crucé las puertas automáticas del edificio donde trabajo. Ese complejo moderno de acero y vidrio, un edificio cuadrado y sin personalidad en el extremo norte de Hamburgo, donde pasaba mis días absorto en pantallas, códigos y problemas que, a veces, resultaban más interesantes que mi propia vida.

Eran cerca de las once y media de la noche, tal vez unos minutos más, la hora exacta se me escapaba, porque llevaba horas mirando la pantalla con la mente en blanco y el corazón aún más vacío de lo normal.

Hacía poco más de dos semanas que me habían asignado un turno especial, un “experimento” según mi jefe, para ajustar nuestros sistemas de seguridad a altas horas de la noche. Mi estado de ánimo me había llevado a aceptar sin protestar.

¿Qué diferencia había entre trabajar de día o de noche cuando se ha perdido todo sentido de pertenencia?”

Respiré hondo, como buscando un poco de humanidad en el aire, lo único que sentí fue el soplido invernal clavándose en mi garganta y envolviendo mi rostro, observé la calle, los faroles proyectaban su luz amarillenta contra la neblina, creando un efecto espectral.

Era enero, el mes que en Alemania puede regalar días sombríos llenos de nieve y poca humedad, la primera nieve ya se había derretido durante la tarde, dejando un rastro de charcos helados en cada esquina y un lodo gris que manchaba mis zapatos mientras me dirigía hacia la estación del tren.

“Un día más en este ciclo”, pensé con un suspiro que se transformó en vaho.

El asfalto, reflejando las luces mortecinas, me recordaba que, a esa hora, la ciudad prácticamente dormía, no era como las otras ciudades del país, en Hamburgo, las cosas son diferentes, al menos en esta época del año.

Solo un par de autos pasaban de vez en cuando, sus faros atravesaban la penumbra de la noche.

Crucé la calle casi sin mirar, porque no había tráfico, y me encaminé hacia la estación de tren. Mis manos, que apenas sentía, se hundían en los bolsillos de mi abrigo.

El viento que soplaba entre los edificios parecía colarse por cualquier rendija de mi ropa, enfriándome el cuerpo y el alma. Cada paso se sentía pesado, como si caminara cargando el peso de mis propios recuerdos.

Mientras me acercaba a la estación, un edificio con muros de ladrillo ennegrecidos por el tiempo, me vino a la cabeza la idea de que quizá debería haber tomado un taxi.

Pero no fue así, a esa hora, con mi nuevo horario, no me apetecía tener que mantener una conversación casual con un conductor desconocido ni soportar la música estridente de la radio. Además, la rutina me empujaba a tomar el tren, era mi última pequeña aventura del día, o eso quería creer.

La estación estaba casi desierta, un par de personas esperaban, acompañadas de las luces fluorescentes parpadeando en el vestíbulo de entrada, dándole al espacio una atmósfera fantasmal, escuchaba el eco de mis propios pasos rebotar contra las paredes y de vez en cuando, un anuncio automático rompía el silencio, informando horarios de trenes que ya habían pasado o de otros que saldrían al día siguiente temprano.

Nada indicaba que aún hubiese un tren a esa hora.

Sin embargo, yo debía intentarlo, después de todo no era el único, estaba convencido de que, por lo general, el último tren salía alrededor de las once y cuarenta, casi a medianoche.

Aceleré un poco el paso, quizás por temor a haberlo perdido, aunque parte de mí deseaba llegar a casa y encerrarme en mi habitación, una contradictoria mezcla de cansancio y ansiedad me invadía últimamente día tras día como si estuviera atrapado en un bucle.

Me detuve un instante junto al panel electrónico de los horarios y miré con atención la pantalla donde se listaban las llegadas y salidas, todo estaba en blanco para el resto de la noche.

Con un suspiro, comprendí que ese supuesto tren de las once y cuarenta ya no figuraba ahí.

—Genial… —murmuré para mí mismo, sintiendo el peso del cansancio acumulado en mis hombros, la brisa helada de la noche me golpeó el rostro, recordándome lo inhóspito que era aquel lugar a esas horas, froté mis manos en un intento inútil de entrar en calor mientras miraba a mi alrededor, buscando alguna alternativa—. Tendré que esperar al primer tren de la mañana o buscar un taxi…

Mis ojos se cerraron un segundo, reflexionando sobre la suerte que me había tocado.

En esos días, mi mente se encontraba en un estado extraño, ni siquiera podía quejarme con energía.

Un divorcio reciente, el distanciamiento de mi familia y el cansancio acumulado habían limado mi carácter hasta dejarlo plano, sin relieve emocional alguno.

Me encaminé hacia los andenes, más por inercia que por lógica.

No esperaba ver nada allí, pero sentía la necesidad de confirmar por mí mismo que no había más trenes, avancé por un pasillo largo, flanqueado por azulejos de un color indefinible entre el verde y el gris, con charcos formados por la nieve derretida que se filtraba desde el exterior.

Cada gota que caía desde el techo hacía un sonido monótono y repetitivo, un “ploc” que se repetía como un metrónomo.

Cuando llegué al último anden, la noche se había asentado con firmeza, la neblina se había hecho más espesa, y apenas podía ver más allá de unos cuantos metros.

Por un momento, pensé que tal vez ya eran más de las doce y que el servicio nocturno se había suspendido por completo.

El silencio era sepulcral, roto únicamente por el gemido lejano del viento colándose por las vías.

Me aproximé al borde del andén, con cuidado de no resbalar en el hielo, observé la lejanía de las vías, apenas distinguiendo la silueta de un semáforo ferroviario que parpadeaba en rojo, solo había un par de personas más allá de mi anden, pero lucían igual desesperanzadas, ni siquiera había un empleado de la estación. Me sentí extrañamente expuesto, como si la noche pudiera tragarme de un momento a otro.

Decidí que lo mejor era irme, tomar un taxi y ya sabes, gastar algo de lo que no me alcanzaba, pero era mi única chance para llegar a casa esa noche.

Fue entonces escuche un sonido.

Cuando devolví la mirada hacia atrás, a la distancia observé una luz tenue que se movía en mi dirección, parpadeé varias veces, pensando que era algún efecto de la niebla, un reflejo de algo, pero la luz se acercaba en un ritmo constante, creciendo en intensidad.

Podía percibir el sonido de un traqueteo, primero casi imperceptible y luego más claro, como si un tren realmente estuviera aproximándose.

—Vaya, estoy de suerte esta noche… —murmuré en un susurro inquieto, repasando mentalmente el horario que había visto en la pantalla. No había ningún tren programado—. ¿Qué diablos está pasando? No lo sé, pero lo agradezco.

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