Capitulo 10

De pronto, las luces del vagón titilaron con violencia, parpadeando durante dos o tres segundos antes de estabilizarse, ambos alzamos la mirada al techo al mismo tiempo.

—Eso fue raro —dije, intentando recuperar la compostura.

—Mucho —asintió ella, con una expresión algo más seria.

Mi mente volvió a los detalles del vagón, el anciano, los periódicos, un ambiente semejante a un limbo.

—¿Llegaste a ver al anciano de nuevo? —pregunté con gran interés por saber más de él.

—Sí —Paulette bajó la voz, como si temiera que la pudieran oír—. No dijo mucho, la verdad, simplemente me dedicó una mirada enigmática y continuó hacia los vagones de adelante. Parece que él se monta antes que nosotros.

—Es extraño —musité—. Tal vez trabaja en el tren y no nos lo dijo.

Ella asintió, pensativa, y luego nuestros ojos se encontraron.

Experimenté un cosquilleo en la base de la nuca, esa misma familiaridad inquietante.

Guardamos silencio por un instante. Entonces, con tono más casual, le dije.

—Por cierto… hay algo que no entiendo.

—¿Qué cosa?

—Ayer subiste una parada después de donde yo abordé. Pero hoy… ya estabas aquí cuando llegué. ¿Cómo es eso?

Paulette abrió los labios en una expresión de ligera sorpresa, como si no hubiera anticipado la pregunta y luego sonrió, quitándole peso al asunto.

—Ah, eso. Anoche, después del trabajo, un amigo me invitó a cenar, nada especial, solo algo ligero. Vive cerca de unas estaciones más allá del trabajo, así que aproveché para montarme desde allí. Me pareció más cómodo que volver hasta las afueras del trabajo para tomar el tren en mi parada habitual.

—Ya veo —dije, asintiendo, aunque algo en su tono tenía un matiz… indefinible.

No sonaba falso, pero tampoco del todo verdadero, o quizá era solo mi imaginación.

—Oye, Paulette… —empecé, sin terminar la frase.

—Dime —respondió ella, alzando sus ojos brillantes hacia mí.

—¿Te conocía de antes?

La pregunta salió de mis labios sin permiso, empujada por la curiosidad que me carcomía.

Paulette soltó una corta risa, tan suave que apenas rompió el silencio.

Sacudió la cabeza y se tomó un momento para responder.

—No lo creo… Aunque… —guardó un segundo de pausa, mirándome con intensidad—. Aunque siento como si te hubiera visto en algún lado, no sé… es extraño explicarlo.

La respuesta me dejó pensativo.

Su voz, su rostro y su aura me recordaban de forma dolorosa a mi exesposa, tenía esos mismos ojos verdes, esa elegancia natural en los gestos, pero a la vez una actitud diferente, menos áspera que ella.

Dejé escapar un suspiro y desvié la mirada hacia el pasillo, donde las luces parecían latir como un corazón enfermo.

—Quizá… —murmuré—, quizá solo tengamos sensaciones encontradas de nuestros pasados.

Ella no contestó.

Se limitó a esbozar otra sonrisa suave que me desarmó por completo.

“¿Qué es esto?”, me pregunté con el pecho agitado. “Estoy coqueteando con una desconocida en un tren misterioso…” Me sonó a locura, pero, a la vez, sentía una especie de alivio en la cercanía de Paulette.

Sin darnos cuenta, habíamos pasado varios minutos en silencio, contemplándonos o mirando de reojo por la ventana, donde la niebla se arremolinaba contra el cristal, sentí la necesidad de profundizar en esa conexión que parecía surgir entre nosotros, aunque desconociera su naturaleza.

—¿Sueles trabajar hasta tan tarde? —le pregunté, intentando un tono casual, casi como si estuviéramos en un café y no en un tren espectral.

—Últimamente sí —repuso ella—. Hay algunos asuntos que se han complicado en mi nuevo empleo… —Hizo un gesto con la mano, restándole importancia—. Quizá por eso terminé aquí, como tú, a media noche rumbo a casa.

—Y… ¿qué hay de tu familia? ¿Saben que regresas a estas horas?

Ella se quedó mirando sus propias manos, entrelazando los dedos.

—No hay familia a la que avisar —contestó con un hilo de voz—. Al menos, no de la forma que imaginas.

Me mordí el labio, comprendiendo que tal vez había tocado una fibra sensible.

—Lo siento, no quería…

—Está bien —atajó Paulette, alzando la mirada—. Sé que te sientes curioso, como yo. Aquí estamos, dos extraños, en un lugar extraño. Y, aun así, parece que nos conociéramos de antes. —Sonrió con un matiz de ternura—. A veces, la vida te pone en situaciones que no puedes explicar fácilmente.

El vagón se sacudió con un bandazo, y tuve que aferrarme al borde del asiento para no caerme del asiento. Escuché un golpe sordo en la parte trasera, como si algo pesado hubiera caído o se hubiera movido con la sacudida, me giré, alarmado, pero no había nadie más que pudiera causar ese ruido.

—¿Escuchaste eso? —murmuré, con un escalofrío.

—Sí. —Ella también se giró, con el ceño fruncido—. Viene de atrás, creo.

Paulette tragó saliva.

—Este tren… —susurró—. Cada vez me parece más inestable. ¿En serio no hay uno en mejores condiciones? —preguntó Paulette, como si alguien pudiera escucharnos, aun cuando éramos solo dos en ese vagón.

Nos quedamos callados unos segundos, con la mente dando vueltas.

Sentí un impulso protector hacia ella, una necesidad de asegurarme de que estuviera bien, aun sin entender por qué, tomé aire, intentando devolver la conversación a un cauce menos tenso.

—¿Te gustaría cambiar de vagón? —pregunté, a media voz—. Puede que el siguiente esté menos… ¿ruidoso, ¿no?

Ella ladeó la cabeza, dubitativa.

—Tal vez luego —repuso, arrastrando las palabras—. Me siento segura aquí… contigo.

La calidez de su respuesta se me antojó casi irreal.

Me ruboricé, agradecido de que la penumbra del vagón lo disimulara, y me acomodé en el asiento, notando cómo el traqueteo se volvía un murmullo rítmico que, en lugar de inquietar, comenzaba a hipnotizarme.

Durante los minutos siguientes, Paulette y yo entablamos una charla más distendida, sin adentrarnos en lo más enigmático del tren ni en las implicaciones de aquella situación surrealista.

Hablamos de nimiedades, el tiempo, los lugares que conocíamos en Hamburgo, aunque, de su parte, fue más bien escueta y las rutinas de trabajo que nos tenían tan absortos.

Mientras la observaba hablar, me di cuenta de cuán distinta se veía a la noche anterior, más confiada, más radiante, como si hubiera salido de un letargo.

Me fijé en detalles sutiles, la forma en que sus pestañas se alargaban al parpadear, el suave contorno de sus labios y esa fragancia entre dulce y amaderada que me envolvía. Era una esencia tenue, pero presente, y cada vez que inclinaba la cabeza hacia mí, me llegaba con nitidez.

Noté que, en la mano derecha, llevaba un anillo sencillo, sin piedras ni grabados, en el dedo anular.

¿Sería un anillo de matrimonio?” Ese pensamiento me contrajo el estómago, recordándome mi propia historia de ruptura. Aun así, no me atreví a preguntarle.

La tensión coqueta entre ambos se hizo más evidente a medida que avanzaba la conversación.

Cuando yo hacía una pregunta, ella me respondía con una sonrisa ladeada y cuando ella me miraba, sentía un cosquilleo indescriptible en la base de mi columna. Era como si, en medio de aquel entorno desolado, ambos encontráramos un refugio en la presencia del otro.

—Me alegra saber que tu maletín está a salvo —comentó con un atisbo de broma—. Aunque no revisaste si tus cosas siguen allí.

—Cierto —asentí—. ¿Lo compruebo ahora?

Ella se encogió de hombros con una sonrisa juguetona.

—Hazlo, si quieres.

Depositando el maletín sobre mis rodillas, abrí los cierres metálicos. El interior lucía intacto, mi computadora estaba en su funda, y los documentos especialmente unos papeles confidenciales del trabajo seguían en un folder plástico. Sentí una oleada de alivio.

—Todo está bien —suspiré.

—¿Por qué no iba a estarlo? —bromeó Paulette, soltando una risita leve—. ¿Crees que soy una ladrona?

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