Cuando al fin divisé la estación ferroviaria, me embargó un suspiro de alivio, al menos allí me aguardaba un lugar cubierto, aunque fuera un sitio tan frío y fantasmal como la noche anterior.
Entrar en el vestíbulo fue como sumergirse en un túnel de concreto y ladrillo, las mismas luces fluorescentes parpadeantes, el mismo zumbido incesante de la maquinaria de la estación y la misma soledad absoluta.
Un par de máquinas de autoservicio se alzaban contra la pared, inertes, mostrando un “FUERA DE SERVICIO” en la pantalla.
Me detuve unos segundos frente al panel digital de horarios, más por costumbre que por esperanza, ningún tren aparecía listado a esa hora, había un hueco hasta las 5:15 de la mañana, que era el primer tren del día siguiente, la misma situación de la noche anterior.
Me pregunté si esta vez sería igual, avancé hasta el andén número ocho, el mismo al que fui la otra noche, mis pasos resonaron con un eco amortiguado por la neblina que se colaba incluso dentro de la estación.
Al llegar al final del pasillo, observé la gran plataforma desierta, iluminada apenas por lámparas que parecían a punto de fundirse, caminé hasta el borde del andén y, con las manos en los bolsillos, fijé la vista en la oscuridad del túnel.
Con precaución, me asomé para mirar los rieles.
Todo era silencio, solo el siseo del viento y la débil luz rojiza de un semáforo ferroviario.
—¿Será esta noche distinta? —me pregunté, con un nudo en la garganta.
Entonces lo escuché, primero, un murmullo lejano, casi imperceptible.
Luego, el leve traqueteo de ruedas sobre rieles, y finalmente, la luz amarillenta que asomaba a lo lejos, difusa en la bruma, pero inconfundible.
—Ahí está… —murmuré, sintiendo una extraña mezcla de temor y alivio.
Tal como la noche anterior, el tren apareció como si no viniera de ninguna parte, envuelto en ese halo de misterio y soledad.
Vi sus vagones metálicos gastados deslizarse entre la niebla y, con un chirrido de frenos, detenerse justo donde yo estaba, como si todo lo que me rodeaba existiera únicamente para forzar ese encuentro.
Las puertas se abrieron con un suspiro metálico y un vaho denso y frío salió de su interior, helándome aún más la piel, allí estaba otra vez el viejo convoy de ocho vagones, con las luces parpadeantes y el pasillo oscuro.
—Tengo que subir —me dije, aguantando la respiración.
Apreté los puños, junté coraje y avancé hacia la entrada.
Al pisar el vagón, volví a sentir esa sacudida de irrealidad, como si un escalofrío me subiera por la nuca y me anclara en un lugar ajeno, la puerta se cerró a mi espalda con un golpe seco, y el tren arrancó de inmediato, sin sonido de bocina ni anuncio alguno.
El interior me resultó familiar, pero, al mismo tiempo, inquietantemente distinto, el vagón no lucía exactamente igual que la noche anterior, los asientos eran similares modelo viejo y desgastados, pero tuve la sensación de que el tono era un poco más oscuro o que las ventanas estaban un poco más sucias.
No sabría explicarlo, pero algo había cambiado.
Recorrí el pasillo, recordando que habitualmente yo subía al último vagón, el vagón número ocho, y este era el número siete, una parte de mí se preguntó por qué me sentía tan obligado a ello, decidí no darle demasiadas vueltas en ese instante; necesitaba, sobre todo, encontrar a Paulette y mi maletín.
Miré hacia los asientos del fondo, esperando verla allí, tal vez estaba en el último vagón, pero al mirar solo hallé unos periódicos tirados, arrugados en una banca, con fechas de hacía unos meses, tal y como había observado la primera noche en el anterior vagón, pero esta vez referí no tocarlos.
Avancé un poco más hacia adelante, con las rodillas algo temblorosas, hasta que divisé una silueta sentada a media distancia, cerca de la ventana, incluso antes de fijarme en su rostro, supe que era ella.
Reconocí la postura de sus hombros y la ondulación de su cabello. Era Paulette.
El corazón me dio un vuelco; iba en el mismo vagón, pero más adelante, me quedé quieto un instante, dándole tiempo a mi mente para asimilar la impresión.
Ella llevaba un abrigo elegante, más ceñido a la cintura, y unas botas que me llamaron la atención al reflejar la escasa luz amarillenta del vagón.
Sus mejillas pálidas se iluminaban intermitentemente cada vez que las bombillas parpadeaban sobre su cabeza, aquellos ojos verdes que la noche anterior me habían resultado familiares se alzaron hacia mí.
Y entonces, ella sonrió.Una sonrisa suave, casi cómplice, como si me hubiera estado esperando.
—Volviste —dijo con un tono que parecía mezcla de afirmación y bienvenida.
Mi pulso se disparó.
Sentí un nudo en la garganta, aliviado y nervioso a la vez, se me hizo difícil encontrar las palabras correctas para responderle.
—Sí… tenía que volver —dije, intentando sonar casual, pero mi voz tembló un poco.
Ella inclinó la cabeza y el cabello castaño claro le rozó el hombro con un movimiento imperceptible.
—Lo suponía —respondió, sin dejar de sonreír.
Me acerqué un paso más y me di cuenta de que mi maletín descansaba debajo de su asiento, apoyado contra la pared del vagón, lo reconocí por las marcas de desgaste en uno de los bordes, una ola de alivio me recorrió el pecho, pero también de desconcierto.
“¿Cómo supo que volvería hoy por él?”
—Vine por esto —murmuré con un hilillo de voz, señalando el maletín.
Paulette asintió, sacándolo con cuidado.
Lo colocó encima de sus rodillas, como si fuera algo muy valioso, me costaba apartar la mirada de su rostro; había un matiz de seguridad en ella, un aura de control que la noche anterior no estaba tan presente, parecía la misma mujer, pero más… convencida de sí misma.
—Tuviste suerte —comentó—. No pude bajarme en tu estación. El tren no me lo permitió. —Sus ojos brillaron con un destello de intriga en ese momento.
—Lo vi… —recordé cómo las puertas se habían cerrado tan rápido que apenas alcancé a bajarme yo también—. Debe de ser un error, un fallo de las puertas… —mi voz se desinfló al no encontrar una explicación lógica al suceso.
Ella me extendió el maletín y nuestras manos se rozaron.
Sentí un calor súbito que contrastó con el ambiente helado del vagón, fue apenas un segundo, pero bastó para que mi corazón latiera con fuerza inusitada, no podía negar la química que flotaba entre nosotros.
Una tensión inexplicable, como si hubiésemos compartido mucho más que dos noches en un tren extraño.
—Me alegra que hayas vuelto por él —comentó Paulette, volviendo a sonreír con una dulzura que me desarmó.
Tragué saliva y tomé asiento junto a ella, aferrando con fuerza el maletín, como si necesitara anclarme a algo físico para no dejarme llevar por la atmósfera hipnótica que nos rodeaba.
Tuve la intención de revisar el contenido del maletín de inmediato, quería asegurarme de que mi portátil y mis documentos seguían ahí, pero algo en la mirada de Paulette me detuvo. Parecía… expectante, dispuesta a entablar una conversación íntima, como si lo material fuera secundario.
—¿Sabes? —dije, rompiendo el silencio—. Ayer, cuando salí del vagón… no podía dejar de pensar en tus ojos.
Ella giró ligeramente la cabeza, sorprendida.
—¿Mis ojos?
—Sí. Son… —bajé la vista, inseguro, pero luego me atreví—, son como un faro en medio de todo este lugar extraño. Hay algo en tu mirada que me resulta… familiar. Y no sé si es absurdo decirlo, pero… eres hermosa, Paulette, quería que lo supieras.
Ella parpadeó lentamente.
Por un instante, pensé que me había precipitado, pero entonces su expresión cambió, sus mejillas se tiñeron con un rubor tenue y sus labios se curvaron en una sonrisa más abierta.
—Gracias —susurró—. Tú también… te ves distinto hoy, más sereno, y ese perfil… no sé, Patrick, tienes una forma de observar que hace que una se sienta vista… de verdad.
Nos quedamos mirándonos por unos segundos que se sintieron largos y cargados de algo indefinido.
Tal vez deseo.
Tal vez reconocimiento.
Tal vez el eco de algo que ya habíamos sentido antes, pero que ninguno de los dos podía explicar con certeza.