Capitulo 11

Su pregunta me tomó por sorpresa.

—No… ¡claro que no! —me apresuré a negarlo—. Solo… tenía que verificar.

Ella me guiñó un ojo y yo me descubrí riendo, una risa genuina que no recordaba haber soltado en mucho tiempo.

Sin embargo, el ambiente no dejó de ser inquietante en el resto del vagón.

La penumbra, el traqueteo y esa sensación de que en cualquier momento algo podía irrumpir nos mantenían en un estado de extraña tensión. A veces, un chirrido más fuerte de las ruedas nos hacía callar de golpe, otras, las luces parpadeaban con mayor velocidad, provocando que viéramos sombras moverse en los rincones.

De pronto, el traqueteo cambió de tono y el vagón tembló con más fuerza de la habitual, sentí una vibración que me obligó a sostenerme de uno de los asientos para no caer. Paulette hizo lo propio, aferrando los brazos de su banca.

—¿Qué pasa? —solté, con un nudo en la garganta.

Miré por la ventana, pero la niebla y la oscuridad me impedían ver el exterior con claridad. Solo adivinaba la silueta de postes de luz pasando raudos.

—Parece que estamos… acelerando —murmuró Paulette, con esa sensación de susto en su mirada.

El latido de mi corazón se sincronizó con el traqueteo, que iba in crescendo. Una idea cruzó mi mente.

¿Y si el tren descarrila?” El presentimiento era aterrador, pero me aferré a la lógica de que era un tren que parecía funcionar a pesar de su apariencia.

Aun así, la violencia de la sacudida nos hacía imposible mantener una conversación tranquila.

Los vagones crujían y la luz titilante del techo marcaba un ritmo intermitente que me mareaba.

—Quizá deberíamos movernos a otro vagón —le grité a Paulette, alzando la voz para que me oyera por encima del estruendo.

Ella asintió.

Tomé mi maletín y la ayudé a ponerse en pie; caminamos con dificultad hacia la compuerta que conectaba el vagón siete con el siguiente, tropezando en más de una ocasión con los bordes de los asientos.

Justo cuando extendí la mano para abrir la puerta metálica, una vibración recorrió el suelo, como un escalofrío mecánico. El tren lanzó un bramido metálico profundo, un sonido que no se parecía al traqueteo normal, fue un alarido de acero.

Sin previo aviso, un frenazo violento sacudió todo el vagón.

El suelo pareció inclinarse bajo nuestros pies y ambos fuimos lanzados hacia adelante.

No llegamos a cruzar la puerta, en lugar de eso, chocamos con fuerza contra ella, rebotando como si algo o alguien nos hubiese negado el paso.

Caímos desordenadamente sobre los asientos del vagón siete, con un golpe seco que me dejó sin aliento.

—¡Maldición! —solté entre dientes, incorporándome con esfuerzo, mientras el eco del frenazo se desvanecía como un trueno lejano.

—¿Estás bien? —pregunté, girándome hacia Paulette.

Ella se enderezó lentamente, con un quejido apagado.

Su rostro estaba apenas a unos centímetros del mío, respiraba con agitación, y sus ojos entrecerrados por la confusión y la adrenalina hablan por sí solos.

Por un momento, todo pareció ralentizarse.

El vaivén del tren, el vapor de su aliento rozándome, el temblor de mi cuerpo… todo se convirtió en una cápsula de intimidad suspendida.

Quise besarla, la urgencia me cruzó el pecho como un relámpago, cálido e irracional. Pero no lo hice.

Me contuve, como si mi subconsciente supiera que aún no era el momento.

Paulette pareció leer mis pensamientos.

Bajó la mirada con una sonrisa leve, un poco tímida, y se apartó con elegancia, sentándose en un asiento contiguo, yo hice lo mismo, sentándome junto a ella y tratando de recuperar la compostura.

—Parece que este tren no quiere que avancemos —dije, con una risa nerviosa que sonó más forzada de lo que pretendía.

—O quizás simplemente… no era el momento —murmuró ella, mirando hacia la ventanilla, aunque afuera no había más que oscuridad.

El traqueteo volvió a estabilizarse, como si nada hubiera pasado. El vagón seguía avanzando, pero esa puerta seguía cerrada, y ahora yo ya no tenía ninguna intención de volver a intentar cruzarla.

Miré alrededor.

El espacio seguía igual de vacío, con algunos asientos más deteriorados y restos de papel en el suelo revoloteando de un lado a otro, aunque todo parecía haber vuelto a su cauce, el impacto me había dejado un cosquilleo en los brazos, una sospecha muda que no sabía cómo nombrar.

El tren no se detenía. Pero parecía que tampoco nos dejaba continuar.

En ese momento, recordé que la noche anterior el tren se había detenido en mi estación, aunque no figurara en los horarios.

¿Se detendría de nuevo?” La idea me produjo un conflicto interno. Sí, quería bajarme e ir a casa con mi maletín, pero… “¿y Paulette?”

—Paulette… —empecé a decir, pero no hallé cómo continuar.

Ella me miró con curiosidad, esperando mi pregunta.

—¿Qué piensas hacer si el tren se vuelve a detener? —logré articular finalmente.

Ella desvió la mirada hacia la ventana, como sopesando sus palabras.

—No lo sé —contestó con sinceridad—. Ayer, de alguna manera, el maquinista sabía dónde debía quedarme, pues me dejó en el sitio ideal, así que supongo que esperaré lo mismo hoy.

Su respuesta me produjo un escalofrío.

Era como si ella tuviera la convicción de que el tren elegía por nosotros, determinando quién puede salir y dónde debe quedarse.

Recordé cómo se cerraron las puertas justo cuando intentamos bajar juntos; era como si el tren lo hubiera prohibido en el último instante.

—No creo que un tren “elija” nada —murmuré con un deje de obstinación—. Debe haber una explicación…

Paulette sonrió, con una triste condescendencia.

—Tal vez la haya… o tal vez no —meneó la cabeza—. No todo en la vida se puede explicar, Patrick, ¿no crees?

El sonido de mi nombre en sus labios me estremeció.

Su pronunciación era tan suave, casi íntima, como si lo llevara diciendo mucho tiempo.

Quise replicar, pero entonces un golpe sordo retumbó de nuevo, esta vez más cerca.

Me puse en pie, alarmado, y miré hacia la parte delantera del vagón, de donde provenía el ruido.

—Voy a ver qué es eso —dije, con una creciente determinación repentina.

—Espera, voy contigo —contestó Paulette, alzándose.

Negué con la cabeza.

—No, no quiero que te vuelvas a golpear… prefiero que te quedes aquí, odiaría que te pase algo.

La preocupación genuina que sentía por ella me tomó por sorpresa, pero era sincera.

Paulette se quedó callada un instante, midiendo mi expresión, y finalmente cedió con un leve asentimiento.

Avancé por el pasillo, esquivando algunos asientos viejos y papeles deteriorados.

El chirrido de los enganches entre vagones me siguió acompañando como una banda sonora siniestra, abrí la puerta metálica que separaba este vagón del siguiente y me asomé.

Lo que vi me cortó la respiración.

Sentado en el suelo, justo entre las uniones de metal, se hallaba el misterioso anciano de la noche anterior.

Tenía el sombrero en el regazo y miraba al vacío con una expresión inescrutable.

Parecía que se había caído o resbalado con la sacudida del tren y no hacía nada por incorporarse.

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