Capítulo 7

—¡No, no… detente! —grité, golpeando la puerta, que se cerró en mis narices de manera súbita.

La vi a través del cristal, con los ojos asustados, mientras el tren se alejaba, todo ocurrió tan rápido que apenas pude reaccionar.

Corrí por el andén, como si pudiera alcanzarlo, pero fue inútil.

El convoy desapareció en la siguiente curva, dejando tras de sí solo un eco mecánico.

Me quedé allí, estático, con el pulso desbocado y la respiración entrecortada.

Paulette… se había quedado dentro del tren que no sabia a donde se dirigía.

El frío de la noche me golpeó con más fuerza, intenté pensar con claridad, pero mi mente era un torbellino de preguntas y culpa.

¿Cómo podía haberla dejado atrapada en ese tren sin saber a dónde iba?

Respiré hondo y me dirigí a la salida de la estación, con la sensación de que todo esto no había terminado.

Las calles estaban casi a oscuras, iluminadas solo por un par de farolas que parpadeaban.

El viento gélido me azotó el rostro, recordándome que seguía siendo invierno en pleno cinco de enero.

Mis pasos resonaron en la acera mientras me encaminaba a casa.

Vivía en una zona periférica, un antiguo barrio residencial donde la gente comenzó a marcharse hace años, ya fuera por la falta de servicios o por la construcción de autopistas en otras áreas.

Los edificios que antes habían estado habitados por familias ahora lucían ventanas rotas y puertas tapiadas, algunas casas estaban en venta desde hacía tanto tiempo que ya ni recordaban su último dueño, solo unas cuantas personas, como yo, resistíamos allí.

“Una existencia desolada” pensé, mientras recorría el vecindario “¿Qué será de Paulette?”

Esa idea me oprimía el pecho, ni siquiera tenía su número de teléfono; apenas nos habíamos conocido.

Finalmente, alcancé mi casa, una estructura de ladrillo con el revoque descascarado y un pequeño porche al que le faltaban varias tablas.

Inserté la llave en la cerradura y entré, todo estaba oscuro y helado, pues no había dejado la calefacción encendida.

Palpé la pared hasta encontrar el interruptor, la bombilla titiló un par de veces antes de encender una luz mortecina en el pasillo principal.

Dejé mi abrigo colgado cerca de la puerta, me quité los zapatos sucios y avancé hacia el interior.

El salón era un pequeño espacio con un sofá viejo y una mesa de centro llena de cables.

Un par de computadoras y algunas herramientas de mi trabajo se amontonaban en una mesita repleta de tazas de café usadas. El ambiente tenía un olor a encierro mezclado con el polvo acumulado; no recordaba cuándo fue la última vez que limpié a fondo.

Miré a mi alrededor con amargura, todo resultaba tan parecido a una casa abandonada, salvando el hecho de que había rastros de mi día a día en cada rincón, platos sin fregar en la cocina, una nevera cuyo motor zumbaba débilmente, y la cama desecha en la habitación contigua.

—Al menos lo básico sigue funcionando —murmuré, una de las lámparas de pie, que chisporroteó antes de inundar el salón con una luz amarillenta.

Necesitaba un baño para despejarme.

Fui directo al baño y abrí la ducha, el agua caliente tardó en salir y, al principio, el chorro era casi gélido, me quité la ropa con prisa y dejé que el agua, ya tibia, cayera sobre mi cuerpo.

Apoyé una mano en la pared azulejada, cerrando los ojos, mientras mi mente se llenaba de recuerdos de la noche, el tren, los vagones, el anciano, y por supuesto Paulette y su cálida presencia tan familiar.

—¿Dónde estará ahora? —murmuré, sintiendo una punzada de culpabilidad.

Tal vez seguía atrapada en ese tren, camino a algún destino que no podía ni imaginar.

El vapor nubló el pequeño espejo sobre el lavabo, tras unos minutos, la presión del agua disminuyó y pasó de tibia a casi helada, como si la caldera estuviera al límite, decidí terminar y cerré la llave.

Me sequé rápidamente, con un escalofrío recorriéndome la espalda.

Al salir, el pasillo se sentía aún más frío, me puse ropa limpia, un pantalón de chándal, una camiseta holgada y un viejo suéter encima.

Al entrar en mi habitación, mis ojos se posaron en una fotografía tirada en el suelo, a un lado de la cama.

Me agaché para recogerla.

Era una vieja foto de mi exesposa, tomada en alguna escapada que hicimos cuando aún creía que el amor podía salvarlo todo, sus ojos verdes me devolvían la mirada con un brillo casi irreal, y recordé de golpe lo mucho que la había amado… y lo mucho que eso me había herido.

—Parece que fue ayer… —murmuré, con la voz rasposa.

Apreté la foto con fuerza, luchando contra los recuerdos que amenazaban con arrastrarme.

Al final, la solté y la arrojé de nuevo al suelo, no quería enfrentarme a ese dolor justo ahora, no cuando mi mente ya cargaba con tantas cosas.

Encendí un cigarrillo de un paquete arrugado que encontré sobre la mesita de noche.

Hacía mucho que no fumaba, pero en ese instante la ansiedad me pedía a gritos un alivio, le di una calada larga, notando el sabor amargo del tabaco en mi garganta.

La imagen de Paulette surgió en mis pensamientos, superponiéndose con la de mi exesposa, no solo se parecían físicamente, sino que había algo en sus miradas… quizás la melancolía y la sensación de que ambas se habían cruzado en mi vida en un momento crítico.

Contemplé el humo elevarse hasta perderse en el aire de la habitación, me sentía aturdido, abrumado por la impotencia.

“¿Cómo rescatarla? ¿A quién podría llamar? ¿A la policía? ¿Para decirles que un tren sin horario oficial se había llevado a una desconocida?”

—Sonaría como un loco —resoplé, soltando una risa amarga.

Nadie me creería.

El cigarrillo se consumió casi por completo sin que me diera cuenta, lo dejé caer en un cenicero improvisado y me dejé caer en la cama, agotado.

Lentamente, me rendí al sueño.

El cansancio acumulado me venció, sin importar la incomodidad, ni la culpa, ni el temor de lo que pudiera estar pasando con Paulette.

Y mientras mi conciencia se diluía en la negrura del sueño, en algún lugar, lejos de mi casa destartalada, un vagón metálico de hace veinte años avanzaba sobre rieles ocultos en la bruma invernal.

Sus ocho compartimientos guardaban secretos.

Paulette seguía viajando en uno de ellos, acompañada tal vez por el anciano y las memorias de otros pasajeros que han estado allí.

Y yo, Patrick Adler, me quedé en aquel cuarto sin saber que, al amanecer, despertaría con más preguntas que nunca.

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