Mundo ficciónIniciar sesiónLa imagen de Ronan, con el torso desnudo y bañado por la luna, se había quedado grabada en la retina de Seraphina como una quemadura de sol.
Aún podía ver la tensión de sus músculos, la fluidez letal de sus movimientos y, lo peor de todo, la mano de Isabelle sobre su piel. Se apartó de la ventana, sintiendo que las paredes de piedra de la habitación se cerraban sobre ella. El aire se sentía viciado, insuficiente. Necesitaba respirar. Necesitaba borrar el olor a celos y derrota que parecía impregnar su propia piel. Pero, sobre todo, necesitaba asegurarse de que la promesa de Ronan seguía en pie. Quería ir con su hermano menor. Se acercó a la puerta, esperando encontrarla cerrada, una barrera inamovible entre ella y el mundo. Giró el pomo con resignación. Para su sorpresa, el mecanismo cedió con un chasquido suave. La puerta se abrió un centímetro. Seraphina contuvo el aliento, su corazón golpeando con fuerza contra sus costillas. ¿Un olvido? ¿Un error de los guardias? Se asomó al pasillo. Estaba vacío. Las sombras se alargaban sobre el suelo de madera oscura, y el silencio de la mansión era absoluto, roto solo por el lejano y rítmico goteo de la lluvia que había vuelto a comenzar. Sabía que era una estupidez. Sabía que Ronan la mataría si la encontraba vagando. Pero la necesidad de ver el pecho de su hermano subir y bajar era más fuerte que su instinto de supervivencia. Se deslizó fuera de la habitación, sus pies descalzos mudos sobre la alfombra del pasillo. Avanzó pegada a la pared, cada crujido de la madera sonando como un disparo en sus oídos. No llegó lejos. Al girar la esquina que llevaba al ala médica, una figura se desprendió de las sombras como si hubiera estado tejida con la oscuridad misma. —¿A dónde crees que vas, basura? Seraphina se detuvo en seco, el pánico helándole la sangre. Isabelle le bloqueaba el paso. Aún llevaba la ropa deportiva ajustada del entrenamiento, y su piel brillaba con una fina capa de sudor. Pero lo que golpeó a Seraphina no fue su presencia, sino su olor. Isabelle apestaba a él. El aroma masculino de Ronan se aferraba a ella, una segunda piel invisible que gritaba intimidad. Habían estado cerca. Muy cerca. —Yo... iba a ver a mi hermano —dijo Seraphina, levantando la barbilla, negándose a retroceder a pesar de que sus rodillas temblaban. Isabelle soltó una risa seca y dio un paso hacia ella. —¿Quieres ver a tu hermaniti? —Negó con la cabeza, sus ojos azules brillando con un desprecio que rozaba la locura—. No entiendes tu lugar aquí, ¿verdad? Eres un accesorio. Una molestia temporal. Isabelle acortó la distancia, invadiendo su espacio personal. Seraphina pudo sentir el calor que emanaba del cuerpo de la loba, una vitalidad sobrenatural que la hacía sentir pequeña y frágil en comparación. —Lo vi mirarte —siseó Isabelle, su voz bajando a un susurro venenoso—. En la ventana. Crees que significa algo. Crees que sus ojos dorados son una promesa de amor. La rubia sonrió, cruel y hermosa. —Es hambre, estúpida. Él te mira y ve debilidad. Me mira a mí y ve fuerza. Ve a su igual. Ve el futuro de su manada. —Él me salvó —replicó Seraphina, la rabia encendiéndose en su pecho, alimentada por los celos que el olor de Ronan en la piel de Isabelle provocaba—. Él me trajo aquí. —Te trajo para usarte. Y cuando se canse de su juguete roto... —Isabelle levantó una mano, examinando sus uñas perfectas antes de clavar su mirada en Seraphina—, te desechará. Y yo estaré allí para asegurarme de que no quede nada de ti. La amenaza fue física. Isabelle se lanzó hacia adelante. No usó sus garras, ni su fuerza de lobo completa, pero el empujón fue brutal. Su mano impactó contra el hombro de Seraphina con la fuerza de un ariete. Seraphina salió despedida hacia atrás. Su espalda chocó violentamente contra el muro de piedra del pasillo, el aire escapando de sus pulmones en un jadeo doloroso. Su cabeza rebotó contra la pared, y puntos negros bailaron en su visión. —Patética —escupió Isabelle, avanzando para inmovilizarla—. Ni siquiera puedes mantenerte en pie. ¿Cómo esperas sobrevivir a una noche en la cama de un Alpha si no puedes sobrevivir a un empujón? Isabelle levantó la mano de nuevo, esta vez para agarrarla del cuello, para asfixiarla, para demostrar su dominio total. El miedo de Seraphina se transformó. No fue una decisión consciente. Fue un instinto, algo antiguo y dormido en la base de su cerebro que despertó ante la inminencia del dolor. No iba a dejar que la tocara de nuevo. No iba a ser la víctima. Cuando la mano de Isabelle descendió, Seraphina levantó la suya. Fue un movimiento desesperado, torpe. Sus dedos se cerraron alrededor de la muñeca de Isabelle para detener el golpe. En el instante en que su piel tocó la de la mujer lobo, el mundo se volvió blanco. No hubo sonido de impacto. Hubo una vibración. Un calor abrasador, diferente al toque sanador de Ronan, surgió del centro del pecho de Seraphina. Viajó por su brazo como un torrente de lava líquida, violento, incontrolable y furioso. No era fuego; era energía pura, estática concentrada que buscaba una salida. Y la salida fue Isabelle. —¡AAAAHHH! El grito de Isabelle fue desgarrador, un alarido de dolor puro que resonó por todo el pasillo. No fue un grito de indignación. Fue el sonido de alguien que está siendo quemado vivo. La fuerza del impacto lanzó a Isabelle hacia atrás. La loba tropezó, cayendo sobre una rodilla, acunando su brazo contra su pecho mientras jadeaba, con los ojos desorbitados. El olor a ozono, agudo y metálico, llenó el aire, reemplazando el aroma de Ronan. Seraphina se quedó pegada a la pared, con la mano aún levantada, temblando violentamente. Su palma hormigueaba, como si hubiera tocado un cable de alta tensión. —¿Qué...? —susurró, mirando su propia mano, que parecía normal, aunque sentía que brillaba. Isabelle levantó la vista. Su rostro estaba pálido, el sudor de su frente ahora era frío. Lentamente, apartó su mano para mirar su muñeca. Allí, donde los dedos de Seraphina la habían tocado, la piel perfecta de la mujer lobo estaba marcada. Cinco marcas rojas, profundas y furiosas, se destacaban contra la palidez de su piel. No eran moretones. Eran quemaduras. La carne estaba ampollada, humeando ligeramente, como si hubiera sido agarrada por un hierro al rojo vivo. Isabelle miró la herida, y luego, lentamente, levantó sus ojos azules hacia Seraphina. El odio seguía allí, sí. Pero por primera vez, debajo de la furia y los celos, había algo más. Algo que hizo que el corazón de Seraphina se detuviera. Miedo. —Tú... —susurró Isabelle, su voz temblando mientras se ponía de pie, retrocediendo un paso, alejándose de la "humana débil" que acababa de marcarla—. ¿Qué diablos eres?






