Mundo ficciónIniciar sesiónLa sugerencia de las perreras quedó flotando en el aire estéril, una crueldad suspendida que Isabelle saboreaba con una sonrisa afilada.
Ronan no le devolvió la sonrisa. Ni siquiera la miró. Sus ojos de acero seguían clavados en Seraphina, evaluando su resistencia, su sumisión, como si fuera un activo valioso que acababa de adquirir. —Llevenla a su habitación —ordenó, su voz dirigida a los dos guardias que esperaban en el pasillo como sombras silenciosas. No hubo ni un parpadeo de emoción hacia Isabelle, ni una reprimenda. Simplemente la ignoró, una indiferencia que, Seraphina notó, cortaba a la rubia más profundamente que cualquier grito. —Pero Ronan... —empezó Isabelle, su máscara perfecta resquebrajándose. —A su habitación —repitió él, dando la espalda a ambas para mirar una última vez a Hunter a través del cristal. Su perfil era duro, innegociable—. Y ponganle doble guardia. Si ella sale, ustedes se mueren. Seraphina sintió un escalofrío. No era protección. Era posesión. Los guardias la flanquearon. Ella echó una última mirada desesperada a su hermano dormido, grabando en su mente el ascenso y descenso de su pecho, antes de permitir que la escoltaran lejos. No luchó. No tenía sentido luchar contra los muros de una fortaleza cuando el corazón de esa fortaleza tenía la vida de Hunter en su puño. El regreso a su jaula dorada fue un borrón de pasillos oscuros. Cuando la puerta de su habitación se cerró y el cerrojo chasqueó, el silencio cayó sobre ella como una manta de plomo. Estaba sola. De nuevo. Se dejó caer en el alféizar de la ventana, abrazando sus rodillas. Su mano subió inconscientemente a su cuello, sus dedos rozando la piel sensible donde Ronan la había marcado. La mordida ya no sangraba, pero palpitaba con un calor fantasma, un latido que sincronizaba su pulso con el de él. Lo odiaba. Odiaba cómo su cuerpo reaccionaba a ese recuerdo, cómo su piel se erizaba no de miedo, sino de una electricidad estática que la hacía sentir viva en medio de su miseria. —Maldito seas —susurró a la oscuridad, sus ojos verdes reflejados en el vidrio frío. (***) El tiempo se arrastró. La lluvia había cesado, dejando paso a una luna llena que bañaba los terrenos de la finca en una luz plateada y espectral. Fue entonces cuando oyó el sonido. Risas. No era una risa cualquiera. Era la risa de Isabelle. Clara, musical, íntima. El sonido fue un gancho en el estómago de Seraphina. Se puso rígida, sus sentidos agudizándose dolorosamente. Se asomó a la ventana, mirando hacia el jardín trasero, un laberinto de setos oscuros y estatuas de piedra. Allí estaban. En un claro iluminado por la luna, dos figuras se movían. Ronan se había quitado la camisa negra. Su torso desnudo brillaba bajo la luz lunar, una escultura de músculos tensos y cicatrices pálidas que contaban historias de violencia. Su piel era alabastro bajo la noche, su cabello negro un caos oscuro. Se movía con una letalidad fluida, esquivando y bloqueando. Isabelle era su oponente. Vestida con ropa deportiva ajustada que resaltaba cada curva de su cuerpo atlético, era un borrón de movimiento pálido. Atacaba con ferocidad, girando y pateando, y él paraba cada golpe con sus antebrazos, inamovible como una montaña. Estaban entrenando. Combate cuerpo a cuerpo. Pero para Seraphina, mirando desde su torre, parecía otra cosa. Parecía un baile. Isabelle lanzó una patada alta. Ronan la atrapó, su mano grande cerrándose alrededor del tobillo de ella. Hubo una pausa. Un momento de quietud donde el aire pareció vibrar. Isabelle se rió de nuevo, echando la cabeza hacia atrás, su cabello rubio brillando como plata líquida. Ella usó el agarre para impulsarse, girando en el aire para caer cerca de él, su cuerpo rozando el suyo, pecho contra pecho, sudor contra sudor. Seraphina apretó las manos contra el vidrio hasta que sus nudillos se pusieron blancos. El celo la golpeó con la fuerza de un maremoto. Era un veneno oscuro y corrosivo que le quemaba la garganta. Verlos así, dos depredadores perfectos, dos iguales jugando a la guerra, le dolía más que cualquier insulto. Ellos encajaban. Eran fuerza y gracia. Poder y linaje. Él era el Alpha y ella era su elección lógica, su igual genética. Y Seraphina... Seraphina era solo la humana frágil que miraba desde detrás de un vidrio, la debilidad que él escondía en una habitación. —No eres nada —susurró, repitiendo sus palabras como un mantra para detener el dolor en su pecho. Pero su cuerpo la traicionó. Sus ojos verdes devoraron la imagen de Ronan, la línea de su espalda, la fuerza de sus brazos mientras bloqueaba a Isabelle y la empujaba hacia atrás, no con violencia, sino con una familiaridad que hablaba de años de contacto. Isabelle le puso una mano en el hombro desnudo, jadeando, riendo, y le dijo algo al oído. Ronan no sonrió. Su rostro permanecía en esa máscara estoica y brutal que Seraphina conocía bien. Pero no la apartó. Dejó que ella lo tocara. Dejó que el olor de ella se mezclara con el suyo. La bilis subió a la garganta de Seraphina. Quería romper el cristal. Quería gritar. La marca en su cuello ardió, un fuego furioso que reclamaba lo que era suyo, aunque su mente le gritara que no tenía derecho. De repente, abajo en el jardín, el movimiento cesó. Ronan se detuvo en seco, congelándose a mitad de un movimiento defensivo. Su cuerpo se tensó, cada músculo de su espalda definiéndose bajo la luz de la luna. Isabelle, notando el cambio, se detuvo también, bajando los brazos, su sonrisa vacilando. Él giró la cabeza. No miró a los guardias. No miró el bosque. Levantó la vista, lenta y deliberadamente, hacia la fachada oscura de la mansión. Seraphina se quedó sin aliento, queriendo retroceder, queriendo esconderse en las sombras, pero estaba paralizada. Los ojos de Ronan, incluso a esa distancia, brillaron. No eran grises. Dos puntos de ámbar fundido atravesaron la oscuridad, atravesaron el vidrio, y se clavaron directamente en los de ella. La había sentido. Había sentido su mirada, sus celos, su dolor, a través de muros de piedra y distancia. Isabelle siguió su mirada, entrecerrando los ojos hacia la ventana, pero Ronan no le prestó atención. Se quedó allí, en medio del jardín, con el pecho desnudo subiendo y bajando, mirándola fijamente. Y en esa mirada, no había rechazo. Había una intensidad abrasadora, un reconocimiento mutuo que decía, sin palabras, que aunque estuviera con otra, sabía exactamente quién lo estaba mirando.






